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Un punto negro de 11 millones de euros

La costosa reforma de Colón, que ha devuelto la estatua del descubridor al centro de la plaza, se ha convertido en una trampa para el tráfico. El atasco tras las vacaciones puede ser antológico. 

Hace sólo 10 días que Alberto Ruiz Gallardón, acompañado por Manuel Chaves y la corporación municipal casi al pleno, inauguró la nueva plaza de Colón. La obra, que se demoró varios meses y ocasionó incontables molestias, ha consistido en trasladar la estatua de Cristóbal Colón de los jardines del Descubrimiento al centro de la plaza. En total 11,7 millones de euros entre traslado, aceras, bancos, arbolitos, marquesinas de autobús y casi dos centenares de farolas.

El ayuntamiento ha invertido en esta actuación –es así como llaman los políticos a las reformas– puramente estética, más de 200 euros por metro cuadrado lo que, en los tiempos que corren podría considerarse de ligereza, cuando no de irresponsabilidad. Los transeúntes de la plaza, que no suelen mirar lo que el ayuntamiento gasta, y mucho menos hacer los pertinentes cálculos, se sorprenden cuando les digo que la baldosa que están pisando ha costado, euro arriba, euro abajo, 200 del ala.

“¿Ah si?, pues me parece un disparate con la de paro que hay” responde indignado José Ramón, un jubilado que acaba de cruzar esquivando los coches que invaden el paso de cebra del paseo de la Castellana. “La estatua estaba hace muchos años en el centro, como ahora, pero había mucho menos tráfico” me confiesa, “usted no se acordará porque es joven, pero estaba ahí mismo, con unos jardincillos y todo”. Efectivamente, no me acuerdo porque nací después de que la moviesen a un lado de plaza, y, como para mí, para millones de madrileños Colón nunca estuvo ahí.

Lo que no sabe José Ramón es que la quitaron precisamente por el tráfico que, en 1972, empezaba a ser muy denso en el eje principal del centro de Madrid. Entonces se hicieron los jardines del Descubrimiento y el subterráneo Centro Cultural de la Villa colocando a Colón en superficie sobre una fuente en cascada que hacía las delicias de los niños de mi generación. La cascada pasó a mejor vida al poco de que Gallardón llegase a la alcaldía. En su lugar hay una cortina de plástico que simula el agua cayendo.

“Sí, claro que me acuerdo de la cascada, lo que no sé es porque la quitaron” me cuenta Alberto, que mira la nueva plaza desde el antiguo pedestal de la estatua, aún en pie. “A mi me gusta la estatua en el nuevo sitio, le da más empaque a la plaza”. ¿Y el tapón de tráfico que se ha montado? “Es que la gente no hace caso al ayuntamiento y coge el coche… deberían peatonalizarlo todo”. ¿Todo? “Sí, todo el centro, y que sólo se pudiese ir en bicicleta”, ¿Cómo en la China de Mao?, “Sí, habría menos contaminación y estaríamos todos más sanos”.

La procesión de Génova

A los conductores que permanecen inmisericordemente atascados en la calle Génova la contaminación es también lo que más les preocupa. “Fíjate tú, la de CO2 de ese que estamos echando por culpa del atasco, el Zapatero mucho ecologismo pero luego mira las que arma” me espeta el conductor de una furgoneta parada en mitad de un paso de cebra. “Pero esto no lo ha montado Zapatero sino Gallardón” le replico, “me es lo mismo, todos son iguales… en la furgona les ponía yo a currar”. Bonito propósito, pero no lo verán sus ojos. Los políticos son inmunes a los atascos de tráfico. Cuando se encuentran con uno la policía abre paso a los coches oficiales con mucho aspaviento y mucha sirena. 

La hilera de coches parados va de la calle Génova hasta la plaza de Alonso Martínez, “es que ahora ya es tarde, a primera hora de la mañana colapsa los bulevares hasta Princesa” me cuenta un empleado municipal de limpieza. Si antes ya ocurría en horas punta, ahora, con la nueva distribución de la glorieta en Colón, la calle Genova va a vivir en un perpetuo atasco. Al otro lado, tras la reforma de las calles Serrano y Jorge Juan transitar en coche esta zona es exponerse a quemarse la sangre .

“Yo creo que lo que este hombre (Gallardón) busca es que no cojamos el coche y por eso cada vez nos lo pone más difícil”, dice apesadumbrado un conductor en el último semáforo de la calle Génova. “Un cuarto de hora para hacer un recorrido que se hace en un minuto”, remata su acompañante. Exacto, de Alonso Martínez a Colón hay unos 500 metros de calle en cuesta: un minuto en coche, 7 ú 8 minutos andando. El pie es, por una vez, más rápido que el neumático.

Saber que los peatones van más rápido que los coches no supone consuelo alguno para los que el automóvil es su herramienta de trabajo. Los taxistas están que echan humo, y no sólo por la Ley Onmibus. Uno me dice que la obra está bien pero que la circulación debería ser sólo para transporte público; taxis incluidos, claro. Cada uno arrima el ascua a su sardina. 

La Castellana parada

En la Castellana el atasco es monumental. Sube hasta, por lo menos, Gregorio Marañón. Los coches, impacientes tras una procesión que rompe los nervios a cualquiera, ocupan los pasos de cebra y aprovechan para entrar en la glorieta hasta que los peatones empiezan a cruzar con el semáforo ya en rojo. Los que cruzan se encuentran que el paso no existe y tienen que meterse entre los coches. Hay en la plaza dos agentes de movilidad que no dan abasto con todos los cruces, “y casi mejor, porque cuando están la lían todavía más” me cuenta un conductor que no ve la hora de cruzar la “dichosa plaza que ya estaba mal y que la han dejado peor”.

Lejos del tráfico, en los jardines del Descubrimiento, hogar de la estatua de Colón hasta el pasado día 21, tres turistas japoneses cuyo nombre soy incapaz de transcribir fuman y fotografían la atascada plaza, las dos cosas con frenesí. “¿Os gusta?”, pregunto como si yo fuese su anfitrión en la ciudad. “mucho, esta estatua de Colón es más bonita que la de Barcelona, más blanca”, “si, es el Colón más bonito del mundo, pero lo que quería saber es si os gusta con ese cortejo de coches atascados”. “No, pero así es el mundo moderno”.

Desconocen que, hasta hace unos días, estaba en el pedestal que hay junto a nosotros. “pues ahí no estaría mal, pero me gusta más en el centro de la plaza”… sonríe, expulsa el humo del cigarrillo y me recuerda lo obvio, “claro, pero yo no tengo que conducir en esta ciudad”.

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