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Santiago Navajas

El toreo no es cultura

Tienen razón los animalistas al negar que el toreo sea cultura, porque es mucho más: el toreo es civilización.

Tienen razón los animalistas al negar que el toreo sea cultura, porque es mucho más: el toreo es civilización.
Miguel Herrera

En los años 80, según Joaquín Sabina, las niñas no querían ser princesas. En el siglo XXI –y de la mano de Pocahontas, el feminismo de género, la ética del cuidado y la lactancia ad infinitum–, las chavalitas vuelven a querer ser princesas. Y si son princesas de Asturias, mejor que mejor. Por Ribadesella veo a un par de crías en patinete que van cantando "Por Asturias, por España y por el Rey", y si no fuera por los surfistas juraría que hemos vuelto a la época de Alfonso XIII. En aquella época, concretamente en 1913, se armó la de Dios es Cristo en París con el estreno de La consagración de la primavera. "No es música, es tortura para los oídos", gritaban los estreñidos artísticos. Volviendo al presente, y un poco más al oeste, en Gijón escucho a los neopuritanos –prohibicionistas contra todo lo que sea pecado o engorde– gritando en la puerta de la plaza de toros de El Bibio pero no contra Stravinsky sino contra Miguel Ángel Perera: "Los toros no son cultura, son tortura" (otro totalitario, Stalin, dijo algo parecido de Shostakovich: "Caos en lugar de música"), y le mandan recuerdos al hijo de Paquirri, todavía convaleciente en el hospital tras una cogida: "Fran Rivera no nos da pena".

Tienen razón los animalistas al negar que el toreo sea cultura, porque es mucho más: el toreo es civilización. Cultura es cualquier cosa que practica una comunidad, desde comer pizza con el borde relleno de mozzarella hasta discutir las paradojas de la mecánica cuántica. Civilización, sin embargo, corresponde al estadio cultural más avanzado de las sociedades que han alcanzado una conciencia más plena de sus realizaciones científicas, filosóficas o artísticas. La evolución de la tauromaquia en el siglo XX –desde la estilización formal que llevó a cabo Juan Belmonte a la reivindicación moral para disminuir el daño infligido a caballos y toros, que llegó a eliminar absolutamente la muerte de los primeros y contemplar la posibilidad del indulto de los segundos– constituye una conquista de la humanización del arte en contra de la tendencia deshumanizadora del mismo que diagnósticó ese gran taurófilo que fue Ortega y Gasset.

Para estos animalistas quizás un pase de pecho de Sebastián Castella, un diestro francés que torea con la claridad y distinción que su compatriota Descartes exigía para el pensamiento puro, no sea cultura, del mismo modo que tampoco considerarán arte el urinario que llevó Marcel Duchamp a una exposición de pintura. Allá ellos. Pero cabe que los que consideramos a José Tomás a la altura cultural y artística de Igor Stravinsky no tengamos que aguantar los insultos y amenazas de los escraches con que los animalistas se empeñan en parecer cada día más animales. Me referí antes al 29 de mayo de 1913, cuando los reaccionarios musicales intentaron boicotear el estreno de La consagración de la primavera. Se reían despreciando lo que no entendían. Mientras, Ravel y Debussy pedían a los boicoteadores incapaces de estimar las disonancias que, si no les gustaban, por favor se fueran, a ser posible sin hacer demasiado ruido para no molestar a los que sabían distinguir un fagot de un oboe. Del mismo modo, a los analfabetos funcionales que son incapaces de distinguir un capote de una muleta les pedimos por favor que salgan por chiqueros, a ser posible sin seguir haciendo demasiado el ridículo.

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