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Bárbara Ayuso

'The Leftovers': el rey está desnudo

La nueva serie de HBO (que en España puede verse en Canal + desde este lunes) llega prometiendo misterio e intriga, pero estrenándose con un piloto largo y aburrido.

La nueva serie de HBO (que en España puede verse en Canal + desde este lunes) llega prometiendo misterio e intriga, pero estrenándose con un piloto largo y aburrido.

A veces uno escribe deseando tener que zamparse sus palabras tiempo después: esta es una de ellas. Porque yo quería que The Leftovers me gustara. Un poco, al menos. Lo tenía casi todo: HBO (santígüense), un chulazo protagonizando (Justin Theroux), un guión basado en un bestseller de misterio (Ascensión, de Tom Perrotta), y ah, oh, Damon Lindelof al aparato. Nótese la ironía de esto último. Pero de momento, su estreno no ha sido más que un argumento vagamente prometedor con muchas ínfulas, que se tira una hora y diez minutos mesándose las barbas y presumiendo de trascendencia mientras el espectador -hablamos de quien suscribe- se convence de que aquí no hay más que humo y fuegos de artificio.

La premisa de partida -por si han conseguido huir de la siempre efectiva campaña promocional de HBO- arranca tres años después de la tragedia acaecida un 14 de octubre, en la que desapareció un 2% de la población mundial por arte de birlibirloque. La acción se centra no en los 'desvanecidos', sino en los presentes, en quienes se quedaron aquí tratando de explicarse y arrostrar una pérdida para la que continúa sin haber explicación. La serie, que se presenta como una parábola sobre el dolor, la frustración y la pérdida, nos muestra las diversas formas en las que una pequeña ciudad estadounidense intenta desembrollar el misterio y salir adelante.

Y en este páramo del desasosiego hay quienes buscan refugio en la religión, o más bien en el fanatismo, y se unen a una especie de secta que debería intrigarnos pero ante la que solo cabe la hilaridad. Visten pijamas blancos, se niegan a hablar, se hacinan en casas y fuman "no por placer sino por elección". Una panda de chalados que crispan los nervios del resto de la sociedad que, por lo general, usa métodos de destrucción bastante más mundanos para encarar el día a día. Como el policía al frente de todo esto, un bronceadísimo y abdominalmente perfecto Theroux que le da al frasco para sobrellevarlo, asfixiado por la siempre molesta adolescencia de sus dos vástagos y esa pesada losa que es ser un clarividente rodeado de zotes y pusilánimes. Si están pensando en el clásico arquetipo de jefe de policía atormentado y autodestructivo, es que empezamos a entendernos. También planea por ahí una Liv Tyler con pinta de haberse pasado los últimos años peinando muñecas y balanceándose sobre sí misma mientras canturreaba.

Pero no crean que sabremos nunca qué es lo que narices les ha pasado a los desaparecidos, a dónde han ido a parar, o si es que -como sospechamos- simplemente fueron más listos que nadie y huyeron a otro planeta con vida más inteligente que el mundo retratado en The leftovers. Damon Lindelof lleva semanas subidito en su púlpito avisando que aquí el meollo no es el esclarecimiento de del misterio, porque es una serie "de personajes". Échense a temblar. Especialmente, si creyeron que el creador de Lost y el perpetrador de Prometheus se había enmendado y había optado por hacer televisión después de un par de cursos intensivos de guión. Porque no. La serie es, por decirlo de algún modo, una condensación perfecta de todo lo que es Lindelof: un guión tan pretencioso como adolescente al que un abultado presupuesto le permite costearse las capas de espectáculo visual rococó e intensito. Esto nos lo podíamos maliciar, así que lo peor no es eso. Lo peor es que además, aburre. Simple y llanamante. Allí donde Lost diseminaba hábiles cliffhangers para hacernos trampas y epatarnos semana tras semana, The Leftlovers alza la barbilla al cielo proclamando de que ha madurado y la época de los humos y los osos quedó atrás. Que esto va en serio, que estamos hablando de fe y trascendencia, incluso de una metáfora del 11-S y la asimilación de la tragedia.

Si han sufrido el piloto, estarán carcajeándose con la comparación. Espero. Porque la otra opción es que el primer capítulo haya obrado en usted exactamente el efecto que Lindelof esperaba, y en estos momentos se esté preguntando si es que no le llega el intelecto para comprender las afiladas aristas de la distopía de la serie. No nos engañemos, a esto es a la que juega el bueno de Damon incluso cuando no va de la manita del ínclito J.J Abrams y su máquina de hacer churros. Series. A pavonearse ante usted, espectador medio, en pelota picada pero perjurando que en realidad les recubre una esplendorosa capa de armiño bordada en oro. A salpicar referencias pretendidamente intelectuales pero de naturaleza tan wikipédica e infantiloide que no deberían hacerle preguntarse qué lectura se le está escapando para comprender el armazón de la historia, porque en realidad dentro solo se escucha el eco de su propia trampa.

Así que, si aun así se siente estúpido y ha sucumbido a las artimañas de estos Guido y Luigi Farabutto de nuestra era, tiene nueve capítulos por delante de giros argumentales, cabriolas imposibles y chorros de intensidad. Pero el rey va a seguir estando desnudo.

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