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Alberto Míguez

Lo difícil empieza ahora

La victoria anunciada de Álvaro Uribe en las elecciones presidenciales de Colombia debería proporcionar al nuevo presidente la fortaleza y vigor político suficientes como para solicitar sin complejos a la comunidad internacional ayuda y comprensión en la difícil tarea que se anuncia: acabar con el narcoterrorismo, pacificar a una sociedad herida y promover una economía renqueante.

Parece obvio que, sin cooperación internacional, la batalla contra el terrorismo –una actividad delictiva internacionalizada y global– está perdida de antemano. Pero sería un tanto simple reducir esta ayuda a la buena voluntad de Washington, aliado intermitente de los diferentes gobiernos colombianos en las últimas décadas pero cuyo interés principal sigue siendo la guerra contra el narcotráfico en la medida en que éste afecta a la sociedad norteamericana.

La cooperación internacional que Uribe y sus colaboradores han reivindicado meses pasados va mucho más allá del llamado “Plan Colombia”, un proyecto polémico y, desde luego, incompleto, en el que algunos países de la Unión Europea participan modestamente (no es el caso de España, cuya participación parece muy generosa) pero que beneficia en algunos capítulos la lucha contra la producción y tráfico de estupefacientes mediante ayuda militar controlada. Es obvio que la batalla contra el terrorismo no puede ser ganada exclusivamente por medios militares pero sin estos medios, cuanto más sofisticados mejor, no puede ni siquiera plantearse.

También los países vecinos deben participar en la batalla contra el narcoterrorismo que constituirá la espina dorsal del trabajo que el presidente Uribe y sus colaboradores inician ahora. No es de recibo que un país amigo y vecino como la República “bolivariana” de Venezuela se haya convertido en un santuario amable para los terroristas de las FARC y el ELN y en valedor internacional de “Tirofijo”, el “”Mono Jojoy” y otros delincuentes. Las relaciones que el comandante Hugo Chávez mantiene con el terrorismo internacional resultan, como mínimo, sospechosas, y de eso sabemos bastante en España. La presión internacional para que esta protección amable concluya de una vez sería altamente conveniente. Sin el padrinazgo de Chávez y la bendición de Fidel Castro, la guerrilla colombiana perdería bastantes puntos.

No cabe separar la lucha contra el terrorismo en Colombia con la reconstrucción económica de un país que, aunque exhausto, es capaz de mantener niveles de crecimiento que muchos países iberoamericanos le envidian (2% el año pasado) y que confirma la laboriosidad e inventiva de un pueblo que no quiere extinguirse aunque deba recurrir al éxodo para sobrevivir. También ahí la cooperación internacional será decisiva y España algo tendrá que decir y hacer.

La victoria de Uribe remata uno de los mandatos más mediocres de la reciente historia colombiana. Su antecesor, Andrés Pastrana, facilitó la extensión de la guerrilla, creyó pactar con las bandas de delincuentes armados cediéndoles extensiones enormes de territorio (cesiones territoriales púdicamente denominadas “zonas de despeje”) y estableció un diálogo inocente y desigual con la narcoguerrilla. Los resultados han sido catastróficos y tal vez algún día tendrá que dar cuenta de su irresponsabilidad ante un país harto de sus veleidades y caprichos. La victoria de Uribe le debe mucho a la incompetencia y frivolidad de su predecesor.

Ojalá Colombia encuentre al fin el camino de la paz, la justicia y la prosperidad. El nuevo presidente cuenta con el apoyo ciudadano y social suficiente como para pedir sacrificios internos y solidaridad externa. Lo difícil viene ahora.

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