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Alberto Míguez

Logomaquia y logorrea

La ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, se ha lanzado en los últimos días a una loca carrera de declaraciones, entrevistas, encuentros con los periodistas, intervenciones en tertulias radiofónicas o televisivas convencida de que ésta es una “democracia mediática” (lo ha repetido diez o doce veces) y que el mejor modo de neutralizar críticas es la saturación y la logorrea mediante la logomaquia. Ignoro quién habrá sido el consejero de imagen o de comunicación –los hay de servicio y al servicio del presupuesto, aunque todos cobran– que le sugirió esta campaña otoñal tras la segunda guerra (diplomática) de Perejil y el plantón del ministro Benaisa.

No importa mucho el nombre del asesor: lo que importa es lo que la señora ministra dice. Y lo que dice, sinceramente, resulta a todas luces desmedido aunque irrelevante. Ana Palacio utiliza algunas ideas simples –simplezas– para estructurar su discurso: ella defiende “los intereses de España”, hay que ser prudente y paciente con Marruecos, todo problema exterior español corresponde o afecta a la UE y cualquier cosa para arreglarse debe pasar la aduana de Naciones Unidas. Sadam es un canalla (el mundo estaría mejor sin él), los americanos son nuestros amigos y los británicos negocian en serio (Gibraltar); con los marroquíes hay que extremar la cortesía sin caer en las provocaciones a través de la autoflagelación (la responsabilidad de la emigración ilegal procedente de Marruecos la comparte España) y la posición española sobre el Sahara no tiene vuelta ni será moneda de cambio.

Ni una sola idea, ni una sola frase más o menos original: más de lo mismo, tópicos de esa jerga inane que algunos llaman lenguaje diplomático en un intento sutil de hacer a los profesionales de la cosa mucho más bobos de lo que son por naturaleza. Ni un proyecto para la acción exterior de España, ni una sugerencia para cambiar el defectuoso funcionamiento de nuestra maquinaria exterior, nada de nada. O nada con sifón que diría la vieja Codorniz. Lo malo es que cuando se sienta en lugares más solemnes como la Comisión de Exteriores del Congreso, lo que dice es parecido o idéntico. Si la oposición parlamentaria fuera algo más pugnaz y menos somnolienta lo tendría a huevo, pero no hay peligro.

Todo no son, sin embargo, bobadas u obviedades. En los temas de cierta importancia, Ana Palacio, sabe por dónde pisa. Por ejemplo, acepta como una evidencia que su puesto es apenas una extensión ancilar de lo que piensa y quiere el presidente del Gobierno (elemental) y eso ya lo sabía antes de llegar al palacio de Santa Cruz. Ya lo decía Pinochet, “orden, disciplina y jerarquía”. Prueba indudable de realismo aunque tal vez convendría preguntarse qué hace esta señora en un sitio como éste. Si Aznar va a gestionar, dirigir, controlar y potenciar (es un decir) la acción exterior de España ¿por qué no se autodesigna ministro de Exteriores como hizo su amigo Berlusconi?

Ana y los lobos. La ministra ante la manada de esas fieras mesetarias que son los periodistas. Sola, a cuerpo gentil, cargada de collares y tópicos, repitiendo hasta la saciedad aquello de “mire usted”, un estribillo muy recurrido. Pero mirar qué y hacia dónde.

En España

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