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Alberto Míguez

¡No hagan olas! Gracias

Ni buscándolo con lupa hubiera encontrado el presidente norteamericano un huésped más cómodo y entusiasta que José María Aznar y su séquito. Esos son amigos y no los mexicanos, peruanos y demás hispánicos dispersos e hirsutos que, además de morenos y bajitos, son desagradecidos e imprevisibles.

Desde la tragedia de las Torres Gemelas, Aznar se puso a la orden del imperio con la nada disimulada esperanza de que al fin los americanos entenderían qué era el terrorismo, una experiencia dolorosa e intransmisible que sólo se siente cuando se sufre.

Dado que España no pudo sumarse a la primera ola militar en la guerra afgana ni enviar a la legión y su cabra a semejantes riscos, ahora prepara los Aviocar y camilleros para la segunda invasión, humanitaria ésta, que alcanzará Kabul y alrededores.

En esta visita un tanto tardía –todos los dirigentes europeos se le adelantaron, turcos incluidos– se trataba de reiterar la adhesión incondicional de tan recio sabor hispánico al líder indiscutible. Aunque, eso sí, sin hacer olas ni levantar polémicas. Misión cumplida.

Dos asuntos enojosos llevaba el primer ministro español en su hatillo. El primero era la extradición de los terroristas de Al Qaeda detenidos en España. Pero para extraditar a alguien debe ser solicitado en buena y debida forma. Estados Unidos no lo pidió, todavía, de modo que... pelillos a la mar.

No venía a cuenta adelantar, como hizo el joven Cabanillas, que la extradición sería imposible si los islamistas presos se arriesgaban a la pena de muerte. Este tipo de inoportunas puntualizaciones hubieran podido costarle un disgusto al Portavoz, pero como estábamos en plena fiesta americana fue generosamente perdonado. Le queda todavía mucha mili.

El otro asuntillo podría haber enfurruñado también al presidente amigo: el de la jurisdicción militar para combatir el terrorismo recién implantada en América y que recuerda a muchos españoles al Tribunal de la Calle del Reloj de Madrid, donde el coronel Eymar juzgaba a los reos sospechosos de comunismo y masonería. Pero Aznar, en un gesto de ingenio y vigor, dejó claro en la rosaleda de la Casa Blanca junto a un Bush eufórico y casi hispanohablante que Estados Unidos era un país soberano y que España no se inmiscuía en sus asuntos como hacen otros europeos malignos.

De modo que todo el mundo tranquilo: la inconmovible amistad hispano-norteamericana sale reforzada de esta breve excursión. La incondicional adhesión se mantiene, la obediencia debida, también.

En España

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