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EDITORIAL

El TC o la corrupción de la Justicia

España insiste en arrasar el principio básico de separación de poderes que caracteriza a los Estados de Derecho dignos de tal nombre.

El proceso de renovación del Tribunal Constitucional ha supuesto un nuevo giro ideológico, y ahora tan señalada institución ha pasado a ser un órgano afín al Partido Popular. Tras más de una década con mayoría claramente favorable al PSOE, ahora le toca al PP beneficiarse de su capacidad para dirigir el organismo encargado de juzgar la constitucionalidad de leyes y otras disposiciones objeto de disputa.

En un claro arrasamiento del principio básico de separación de poderes que caracteriza a los Estados de Derecho dignos de tal nombre, en España la victoria en las elecciones generales permite a quienes se hacen con el Gobierno manejar a su antojo los resortes del Poder Judicial. Este mangoneo de la Justicia, en el caso del TC adquiere especial gravedad, al haberse convertido de facto, en lo que supone una grave perversión de su cometido, en una instancia jurisdiccional más, a través de la cual se reinterpretan las sentencias firmes del Tribunal Supremo. Es lo que ocurrió con la legalización de la última franquicia de la banda terrorista ETA, Sortu, gracias a una sentencia del TC que enmendó la plana al TS desvirtuando abrumadores elementos probatorios, a pesar de carecer de facultades constitucionales para perpetrar semejante enjuague jurídico.

Pero la legalización de Sortu, tal vez la decisión más lamentable por la forma en que fue urdida y sus consecuencias políticas, es sólo un jalón más en la trayectoria de un Tribunal Constitucional que si por algo se ha caracterizado ha sido, precisamente, por vulnerar la Constitución cada vez que ha sido requerido para ello por el partido en el poder. Desde el caso Rumasa al nuevo Estatuto de Cataluña, el TC ha estado siempre al servicio del poder político: su polémica trayectoria forzosamente tenía que culminar en la homologación democrática de un grupo terrorista, para que la vergüenza fuera completa.

Transcurridas tres décadas y media desde la aprobación de la Constitución, y constatada la perversión del funcionamiento del órgano encargada de interpretarla, es necesario poner orden en la anomalía jurídica en que ha acabado convirtiéndose el TC. Ninguna reforma de la Justicia, en caso de que hubiera voluntad política de llevarla a cabo, va a poner fin a esta vergonzosa realidad de un TC dividido en bandos políticos, hecho absolutamente escandaloso que ya no escandaliza a nadie. Así las cosas, sólo cabe exigir su conversión en una sala más del TS con el único y exclusivo cometido de interpretar los asuntos sometidos a su escrutinio a la luz del espíritu del texto constitucional. Cualquier otra decisión al respecto será un nuevo apaño de los muchos que, por desgracia, hemos visto consumar.

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