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Emilio Campmany

El fracaso de las Autonomías

La Constitución de 1978 no inventó las autonomías ni sus estatutos, pero sí dio a luz el Estado de las Autonomías, una forma peculiar de organización territorial supuestamente a medio camino entre el Estado centralista y el Estado federal. Nada más lejos de las intenciones de los padres de la Constitución que darse a la ingeniería político-jurídica. El Estado de las Autonomías pretendía atender a las "justas" exigencias de autogobierno provenientes de algunas regiones españolas, mucho más "justas" por el hecho de haber sido, no ya desatendidas, sino perseguidas durante el franquismo. Pero, para evitar el posible movimiento centrífugo que podría ponerse en marcha de otro modo, el Estado de las Autonomías otorgó al resto de las regiones similares formas de autogobierno (lo que se conoció como "el café para todos").

El ser una solución organizativa opuesta al centralismo franquista hizo del Estado de las Autonomías un tabú. Atacarlo acarreaba la inevitable etiqueta de ser de extrema derecha. No cabía pues discutir que no fuese la mejor forma de organización territorial para España. Para defenderlo se vendió la especie de que, además de ser el apropiado para atender a las exigencias de autogobierno del País Vasco y de Cataluña, era una buena forma de organización que otorgaba a las regiones un instrumento de administración de los recursos públicos muy eficaz.

Hoy, en el trigésimo aniversario de la Constitución, podemos convenir que el sistema ha fracasado. Lo ha hecho respecto de su principal objetivo, puesto que no ha satisfecho a los nacionalistas, quienes se quejan de lo encorsetado e insuficiente que les resulta y por eso dicen aspirar a un sistema que llaman federal, pero que en realidad es confederal. Y encima ha resultado no ser un sistema eficaz porque las Comunidades Autónomas, en general, no administran con eficacia el dinero público. Curiosamente, ocurre en ellas que, a más autogobierno, menos eficiencia.

Y es que, en realidad, el Estado de las Autonomías que se consagra en la Constitución no es tanto una novedosa forma de organización territorial, como un proceso dinámico de descentralización del poder que no tiene fijado un punto concreto de detención, que progresa con el tiempo, en unas regiones más que en otras. Así, Cataluña, con su nuevo Estatuto, ha terminado por parecerse a un Estado confederado con el resto de España. El País Vasco, como sus nacionalistas aspiran a la total independencia, prefieren no pasar por estadios intermedios y seguir siendo mientras tanto lo que son, una especie de Estado federado. Las demás se limitan a mostrarse atraídas por el modelo catalán.

El problema ha alcanzado tal entidad que aludir hoy a él no es ya motivo para ser tildado de franquista, puesto que una parte de la izquierda, aunque no sea la que gobierna (léase Rosa Díez y sus simpatizantes), se ha unido a la denuncia que venía haciendo la derecha, aunque sin la vehemencia que merecía.

Se impone pues una reforma que no se limite a determinar con claridad cuáles son las competencias de las Comunidades Autónomas y la Administración Central (eso ya lo hacen los actuales artículos 148 y 149), sino que además devuelva a ésta algunas, como la educación, que han sido administradas ineficazmente por aquéllas. La reforma, además, ha de cerrar el proceso de descentralización y suprimir toda posibilidad de que las Comunidades Autónomas gestionen competencias en principio no atribuidas a ellas (como hace el actual artículo 150).

Se me dirá que los nacionalistas nunca consentirán esta reforma. ¿Y qué? En 1978 se hizo encaje de bolillos para que aceptaran una organización territorial del Estado que resultara para ellos aceptable sin suponer la liquidación de España. Hoy resulta que esa organización, que en su día consintieron, ya no les es tolerable y quieren más competencias. Es obvio que sólo estarán satisfechos cuando España deje de serlo. ¿Para qué necesitamos su consentimiento si ellos no lo prestarán más que cuando crean que la reforma se limita a ser una etapa en el camino hacia la total independencia de sus respectivas regiones? Su exclusión del gran acuerdo de reforma que España necesita está mucho más justificada desde el momento en que una mayoría de los votantes nacionalistas no son en realidad independentistas, sino sólo electores que creen, equivocadamente, que los partidos que sostienen esta ideología, cuando chantajean a la Administración Central con la amenaza de la secesión, logran para sus regiones ventajas y beneficios que de otra manera no conseguirían.

Prescindir por lo tanto de los que quieren desmembrar España y de los que insolidariamente no desean otra cosa que chantajearla en su propio beneficio, no sólo es posible en un acuerdo de reforma constitucional, sino necesario. Para ello habrá que contar con una izquierda verdaderamente nacional y no con la que hoy padecemos en el Gobierno, condescendiente con los nacionalistas con tal de garantizarse la derrota de la derecha. Rosa Díez podría en el futuro despertar las conciencias de los electores de izquierda. Si lo hace, el acuerdo será posible. No se alcanzará mañana ni pasado, pero puede lograrse. A la gran mayoría de los españoles que lo deseamos nos basta no perder la esperanza, estar resueltos a conseguirlo y velar porque nada verdaderamente irreversible ocurra.

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