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Enrique Dans

Vivir en red

La mayoría de mi información vive en compañías con protocolos de seguridad mucho mejores que los míos, con servidores redundantes en sitios diferentes para evitar catástrofes de cualquier tipo

Seguro que alguna vez se ha parado a pensar cuantas cosas perdería si, de repente, alguien entrase en su casa o en su despacho y se llevase su ordenador. O si su edificio se quemase, como sabemos que a veces ocurre. O, sin ir más lejos ni ser tan tremendista, si un virus o un error de algún tipo dejasen su disco duro sin posibilidad de recuperación. En algunos casos, los resultados pueden ser patéticos. Documentos, correos electrónicos, las innumerables fotos tomadas con la cámara digital y que no hemos llegado a imprimir, música descargada de Internet… según el nivel de uso que haga de su ordenador, la pérdida puede parecerse más a una cierta inconveniencia o a una auténtica debacle. En la empresa, la situación se ve muchas veces paliada por la existencia de procedimientos de realización de copias periódicas de seguridad, que almacenan en los servidores corporativos nuestra información para que podamos recuperarla ante una eventualidad. En casa, la tecnología nos permite hacer lo mismo, pero, ¿lo hacemos? ¿Cuándo dice que hizo su última copia de seguridad? En la práctica, la mayor parte del parque de ordenadores domésticos viven, de un modo u otro, permanentemente subidos en una cuerda floja y sin red.
 
Por otro lado, existe otra tendencia imparable: el incremento del parque de ordenadores a disposición de los usuarios. De aquel primer ordenador en el despacho, muchos usuarios han ido pasando a tener, además, un ordenador en casa, un portátil, otro en el business center de un hotel, en un cibercafé, o incluso en el bolsillo mediante dispositivos como las agendas electrónicas o los smartphones. Y en estos casos, la Ley de Murphy actúa, como siempre, implacable: la probabilidad de tener el archivo que necesitamos en el dispositivo que tenemos delante resulta ser inversamente proporcional al grado de necesidad que tengamos del mismo.
 
Ante la tesitura de encontrarse sin el necesario archivo precisamente en el momento en que hace más falta, algunos usuarios emprenden una “huída hacia adelante”, consistente en darse al nomadismo: cargar con los archivos más importantes en “CDs voladores”, memory sticks y dispositivos similares, o hacer copias en varios ordenadores, solución que suele acabar generando problemas de integridad de la información: ¿qué versión es la buena? ¿Cuál es más reciente? ¿Hice los cambios en el despacho, en casa o en el portátil? ¿Copio ésta encima de aquella o aquella en la de más allá? Claramente, meterse en un berenjenal de copias primarias, copias secundarias y copias “volantes” no parece la mejor solución.
 
La solución parece esbozarse en una tendencia que nos muestran algunas aplicaciones interesantes provenientes de diversos sitios. Por ejemplo, ¿Dónde viven mis mensajes de correo electrónico? Sí, están en la bandeja de entrada del ordenador de mi casa y del de mi trabajo, pero de un tiempo a esta parte, viven en un sitio más: en Mountain View, California. ¿Y qué hacen mis mensajes de correo electrónico nada menos que al otro lado del mundo? Simplemente, estar alojados en Gmail, el servicio de correo electrónico de Google, que hace que pueda acceder a ellos desde cualquier ordenador con conexión a Internet, y disfrutar además de las capacidades de búsqueda de su motor aplicadas a mi caótica bandeja de entrada. No es especialmente novedoso, Gmail es un servicio que se lanzó hace más de un año y que cuenta con una vasta cantidad de imitadores, pero forma parte de una tendencia: la que nos lleva, lentamente, a vivir cada día más en la red y menos en el disco duro de nuestros ordenadores. ¿Dónde están mis fotos? En cuanto llego de un viaje o un evento con la cámara cargadita de imágenes, éstas se van a Flickr, recientemente adquirida por Yahoo!, en donde puedo asignarles niveles de privacidad – para mi familia, mis amigos, mis contactos o para todo el mundo – y permitir que mis padres, desde La Coruña, puedan ver las fotos que acabo de subir en Madrid. Pero la cosa no acaba ahí: mis favoritos, las páginas que identifico y quiero guardar para poder volver a ellas, viven en del.icio.us, un gestor social que me permite clasificarlas, recuperarlas o consultar las que otras personas han considerado afines a las mías. Mis periódicos, mis revistas, mis blogs y las noticias que leo viven en Bloglines, desde donde puedo guardarlas para leer más tarde, archivarlas o mandárselas a un amigo. Mi agenda, en una red social. Mis artículos, en mi propia página web. En realidad, si mañana el ordenador explota, perdería muchas menos cosas que hace unos años. La mayoría de mi información vive en compañías con protocolos de seguridad mucho mejores que los míos, con servidores redundantes en sitios diferentes para evitar catástrofes de cualquier tipo y con ordenadores sometidos a procesos de mantenimiento mucho mejores que el mío. En breve, dado el descenso de los costes de almacenamiento, a alguna empresa se le ocurrirá ofrecernos un servidor personal, nuestro propio pedazo de red, para que pongamos lo que queramos y accedamos desde donde estemos, algo que ya está perfectamente disponible hoy, pero popularizado para que pueda hacerlo cualquiera. Nuestros archivos, nuestra música, nuestras fotos, nuestra información de todo tipo, a salvo de catástrofes naturales o artificiales de cualquier condición.
 
Nuestra vida, en la red. ¿Hay algún lugar mejor?

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