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Los límites de la UME

Desde su creación, la UME se ha convertido en la niña mimada del Ministerio de Defensa, hasta el punto de que se ha comido gran parte del esfuerzo inversor en los últimos años.

Pese a lo que muchos españoles creen, el gran problema de España a la hora de enfrentarse a catástrofes naturales no es ni la falta de recursos ni la falta de preparación de los cuerpos especializados en darles respuesta: es la fragmentación administrativa y la ruptura arbitraria del territorio nacional que las Comunidades Autónomas han creado en las últimas dos décadas. En pocos aspectos como en los incendios forestales o las inundaciones se ha puesto de manifiesto el fracaso autonómico, con cuerpos de bomberos actuando solo en sus límites administrativos y entablando negociaciones de índole casi diplomática o bilateral para desplazarse fuera del terruño.

El sentido común invita a centralizar en un organismo nacional fuerte la prevención, respuesta y gestión de catástrofes y crisis en el interior de España. Pero eso es demasiado para un PSOE que no cree en la nación y sí en la confederalización. Así que solo había que sumar en su día el afán de protagonismo de Zapatero y Bono, y su desconfianza hacia las labores históricas de las Fuerzas Armadas, para que alumbrasen la Unidad Militar de Emergencias (UME): una unidad dependiente del capricho político, con finalidad no militar, y con una enorme proyección mediática.
 
Más allá de su anormalidad orgánica y competencial y de su evidente significado desmilitarizador, ¿soluciona, al menos, el problema de la respuesta ante emergencias nacionales? Después de varios años, puede afirmarse que su labor ha sido excelente en algunos casos; en otros, lamentable (pensamos en su despliegue amenazador en la crisis de los controladores); y en otros, como en el terremoto de Haití en 2012, solo los enormes medios materiales con los que cuenta marcaron la diferencia con otros equipos de rescate españoles allí desplazados. 
 
Y más allá de cada actuación puntual, ha tenido dos efectos perniciosos. El primero, en las Fuerzas Armadas. Desde su creación, se ha convertido en la niña mimada del Ministerio de Defensa, hasta el punto de que la UME se ha comido gran parte del esfuerzo inversor en los últimos años.
 
Ha atraído recursos materiales y humanos con una voracidad tal que otras unidades se han visto resentidas en su funcionamiento. Para apagar fuegos, algo útil, se dirá; pero es cuestión de prioridades, porque cuando los medios son los que son, y el presupuesto escaso el que es, las prioridades se distraen. Una motobomba para usar en Albacete es un blindado menos para patrullar Afganistán; y un soldado con una manguera en la mano es un soldado menos patrullando con un subfusil.
 
El segundo efecto tiene que ver con la respuesta integral a las emergencias. El fácil recurso a la UME oculta el verdadero problema: la necesidad de una organización de protección civil y respuesta a emergencias centralizada, robusta, fortalecida, dotada de medios y capaz de saltar sobre las arbitrarias divisiones autonómicas. La UME, capaz de hacerlo sin generar oposición, sirve de coartada para esconder esa enorme carencia. Por otro lado, pese a su aparente capacidad, la UME no deja de ser un organismo más al que coordinar en caso de gran catástrofe, con el añadido de la dificultad de hacerlo con un cuerpo que funciona, no solo al margen de lo civil, sino del resto de las Fuerzas Armadas. 
 
En definitiva: dejando de lado su viciado carácter ideológico, las dos ventajas de la UME -los medios materiales puestos a su disposición y su carácter nacional- pueden y deben ser patrimonio de un organismo civil, evitando distraer los menguadísimos recursos de las Fuerzas Armadas en misiones que no les corresponden. Quizá en 2005 alguien podía pensar que era un lujo que éstas se podían permitir. Pero en las circunstancias actuales, éstas no pueden hacerse cargo de este tipo de actividades, sin comprometer sus verdaderas misiones. Pagar los bomberos debe corresponder a otros ministerios.
 

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