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Cuando al belga Víctor d’Hondt se le ocurrió, a finales del siglo XIX, una fórmula electoral proporcional, pero corregida, no se imaginó que se haría tan famoso en España gracias a los socialistas. El espíritu de la ley d’Hondt es conseguir gobiernos con mayorías parlamentarias razonables, sin desatender al pluralismo político. Y así ha sido en la historia electoral española: a mayor número de votos, más cantidad de escaños, en un bipartidismo imperfecto.
 
La promesa de Zapatero de no formar Gobierno si no tiene más votos que el PP es un brindis a d’Hondt, porque es fundadamente improbable que siendo el partido más votado no tenga más escaños que su adversario. Esto se debe a la atribución provincial de escaños, a la exclusión de los partidos que no lleguen al 5% de los votos en la circunscripción electoral y a la propia ley d’Hondt. En las ocho elecciones generales desde 1977, la correlación entre votos y diputados electos de los dos grandes partidos ha sido casi exacta.
 
En 1977, UCD consiguió un millón de votos más que el PSOE, lo que le dio 166 diputados frente a los 118 socialistas. Dos años después, la diferencia se acortó a 800.000 votos, y el PSOE redujo la distancia en un diputado. El PSOE obtuvo en 1982 más de 10 millones de votos, casi el doble que AP-PDP y, por tanto, casi el doble de escaños: 202 a 107. Bordeó el PSOE los 9 millones de votos en 1986, y redujo el número de actas a 184, mientras que la Coalición Popular superó los 5 millones de votos y alcanzó los 105 diputados.
 
En 1989 apenas se movieron los resultados, ya que los socialistas con poco más de 8 millones consiguieron 175 diputados, y el PP con más de 5 millones, llegó a los 107. El PSOE ganó las elecciones de 1993 con algo más de 9 millones, y el PP superó los 8 millones: la cosa se quedó en un 159 a 141. El vuelco se produjo en 1996 con tan sólo 300.000 votos de diferencia: el PP logró los 156 diputados, y el PSOE los 141. Cuatro años más tarde, el PP alcanzó el mayor número de votos obtenidos en la historia de la democracia española, y consiguió 183 diputados con 10 millones de sufragios, mientras que el PSOE con sus casi 8 millones llegó a los 125. En conclusión, no le cabe a ningún sociólogo electoral la posibilidad de que, en las elecciones generales, un partido coseche mayor número de votos y obtenga menos escaños que el adversario. El ejemplo de las autonómicas catalanas no sirve para las generales, pues son elecciones completamente distintas.
 
La promesa de Zapatero no sólo es un brindis a d’Hondt, sino que el cumplimiento de su promesa sería fatal para el régimen. Pensemos que el PP no obtiene mayoría absoluta a pesar de conseguir un mayor número de votos, y que el PSOE, siguiendo aquella promesa zapateril, se niega a formar gobierno. La debilidad del Ejecutivo ante el Congreso haría imposible cualquier política o, en caso contrario, la imposibilidad de formar un Gabinete obligaría a la disolución anticipada de las Cortes. Si la proyección de estos escenarios es conocida por los socialistas, ¿por qué dicen que no gobernaran si no obtienen más votos/escaños que el PP? ¿Buscan, quizá, el voto útil? No parece posible que sea así, que el votante nacionalista se decida por Zapatero el 14 de marzo, o que los estrategas socialistas no sepan aún que la victoria no está en rascarle unos miles de votos a Llamazares.
 
Este brindis a d’Hondt sólo se explica en clave interna: Zapatero no tiene otra manera de contener a los que piensan como Rodríguez Ibarra y Bono, sin molestar a los de Maragall y Elorza. Porque son muchos los que creen que el vasallaje nacionalista no les sacará de la oposición y que, encima, les obliga a perder sus señas de identidad: el patriotismo democrático y el desarrollo progresista de la Constitución. Ahora bien, si no funciona, siempre nos quedará, en la arena de este circo, el lema gladiatorio de "Fuerza y honor", como diría Zapatero… ¿O era "Morituri te salutam"?

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