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José Luis Roldán

Olvido y memoria

La gran obra de Suárez fue superar el cainismo; sentar las bases para una convivencia sin rencores.

Ha muerto Suárez en la desmemoria. No es que la historia lo haya arrojado con pesada mano a la bajeza oscura del olvido, no. Hablo de la desmemoria personal. La que el hado, compadecido, le otorgó después de haberse cebado cruelmente con los suyos. Porque la memoria, tan embustera como los ojos, nos engaña cuando en el corazón, o en el recuerdo, que es lo mismo, ahíto de pesares, ya no queda sitio para nada.

Resulta conmovedor, en este país de todos los demonios, el sentido homenaje que el pueblo llano le ha brindado. También, por esta vez, las instituciones han estado a la altura, y la prensa; aunque, eso sí, sin quebrantar el sagrado principio patrio que exige previamente el certificado de defunción. Más vale tarde, porque, como dijo un valleinclanesco sepulturero, en España no se premia el mérito, sino ser un sinvergüenza.

Conmovedor y sorprendente, pues aquí, donde la envidia se practica con virtuosismo, resulta sorprendente escuchar el lamento elegíaco de aquellos que más lo vituperaron y escarnecieron en vida. Aunque, bien pensado, a mí no me sorprende -los conozco bien; para mi vergüenza, yo fui uno de ellos-, sólo me asquea. Prefiero la envidia a la mentira; el sectarismo a la hipocresía. Prefiero el bochornoso espectáculo de unos payasos en la Secta TV, haciendo mofa con ocasión del luctuoso suceso, que ver al trilero que llamó tahúr y golpista al difunto aparentar compunción por su pérdida. Prefiero las estólidas cotorras de la Secta a la simpleza hipócrita de Zapatero o Valderas, que representan lo que hoy es la izquierda patria. Hay que ser muy simple o muy desvergonzado, o ambas cosas, tal vez, para decir lo que han dicho.

Creo que la mayoría coincidirá en que, sobre todas las cosas, Suárez tuvo el mérito de ser conciliador. Su gran obra fue superar el cainismo; sentar las bases para una convivencia sin rencores. Por eso, uno no deja de preguntarse qué clase de cínicos son estos dos, o si la estupidez puede alcanzar grados tan elevados de excelencia. Suárez, artífice de la reconciliación (como reconoce Valderas, aunque anexándolo -¡cómo no!- al nombre de Carrillo), es elogiado por los más conspicuos sembradores de odio que ha conocido la nación desde la muerte de Franco. Precisamente, el rencoroso nieto del capitán Lozano y su más encarnizado sayón, el titular de la Consejería Andaluza de la Verdad, empeñados en reabrir con mentiras la herida de la guerra más cruel y sanguinaria que España ha padecido.

Suárez, que fue un político con sentido de Estado, supo anteponer los intereses de la nación a los de su bandería; tal vez -lo admito- porque no tenía partido. Su partido fue su principal enemigo. Sin duda, de ser consciente, habría sufrido viendo cómo una nueva casta de políticos estólidos y sectarios, comandados por un bobo solemne, socavaban los pilares de la nación -concepto discutido y discutible-; viendo cómo la concordia, que su talento político y la generosidad de un pueblo supieron trabajosamente forjar, era trocada en agravios, suspicacias y rencores.

Su último servicio a la patria fue un elegante mutis al salir de escena. Lo demás lo hizo el dulce néctar del Leteo, que le libró de conocer esta debacle. En eso, fue afortunado.

Sirva de ejemplo y de consuelo su memoria.

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