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José Luis Roldán

La casta gatuna

Dijo Michels que con la elección elegimos nuevos amos. Ciertamente, la democracia es hoy un espejismo.

Hemos sabido que la inefable Maleni ha visto recompensada su descarada procacidad y su indecorosa incompetencia con una pensión vitalicia de muchos miles de euros, a cargo, por supuesto, del expoliado contribuyente.

También hemos sabido que un fulano de Izquierda Unida -con nombre de tío listo, tan listo que no ha trabajado en su vida, tan listo que ya tiene colocada a la niña de alta carga en la Unta de Andaluzuela, por el cupo de parientes- tenía un fondo de pensiones, pagado por el contribuyente, que era gestionado -a su elección (libertad que a los demás mortales nos es negada)- por una sicav y que, casualidad, le rentaba unos beneficios del 50%; ¡qué tío más listo!

Y como él, otros tantos progres próceres –como Elena Valenciano o Rosa Díez o el vampiro de Cambil– profesionales de la filantropía, el altruismo, la solidaridad y el sacrificio.

Todo ello, a mi juicio, viene a confirmar la tesis de Robert Michels –la ley de hierro de la oligarquía–, conforme a la cual cualquier organización terminará controlada por una oligarquía, y la transformación de los líderes en una casta cerrada, que utilizará la organización para satisfacer sus propios intereses, será, asimismo, inevitable. Sólo cuestión de tiempo. Aquí, el tiempo se ha cumplido. Dijo Michels que con la elección elegimos nuevos amos. Ciertamente, la democracia es hoy un espejismo.

Lo que no supo atisbar es que con el desarrollo hipertrófico del estatismo esa nueva casta de amos acabaría engendrando un nuevo modelo productivo: la semiesclavitud o neoesclavitud. Corolario necesario. La dialéctica trabajo-capital ha quedado superada. Ahora se trata de ellos –la neocasta, privilegiada clase explotadora– y nosotros.

Dicen las estadísticas que el contribuyente medio trabaja la mitad del año para el estado; sin embargo, si quieres pensión el día de mañana el gobierno te recomienda que suscribas un plan de pensiones –eso sí, íntegramente a tu cargo–; si deseas sanidad de calidad, un seguro de salud; si educación, más allá de un diploma que no sirve para nada, habrás de pagarla; si seguridad de vida y hacienda, contratarla. Si acceder a la justicia, apoquinar. Ahora, hasta si te despiden tendrás que pagar por el infortunio. Y, por supuesto, como dijo uno, ni se te ocurra morirte porque te sangrarán fiscalmente. Entonces, ¿qué financiamos?; y, sobre todo, ¿por qué?

Así las cosas, no encuentro otra explicación que la que dio el amado amigo del "señor de la Montaña" en su lúcido opúsculo sobre la servidumbre voluntaria:

(…) ciertamente, la costumbre, que tiene un gran poder sobre nosotros en todos los asuntos, no tiene en ningún otro tan grande influjo como en el de enseñarnos a servir y (…) hacernos aprender a tragar y no encontrar amargo el veneno de la servidumbre.

Suscribo vehementemente la opinión de Juan Ramón Rallo sobre el asunto expresada en su columna del pasado 29. En efecto, no se trata de sustituir una casta por otra, sino de librarnos de los gatos. Sí, los gatos. Pues cuenta Quevedo que un sujeto

enfadado de que los ratones le roían papelillos y mendrugos de pan, y cortezas de queso y los zapatos viejos, trujo gatos que le cazasen los ratones; y viendo que los gatos se comían los ratones y juntamente un día le sacaban la carne de la olla, otro se la desensartaban del asador, que ya le cogían una paloma, ya una pierna de carnero, mató los gatos y dijo: Vuelvan los ratones. Aplicad vosotros el cuento, pues, como gatazos, en lugar de limpiar la república (…) os engullís el reino, robáis las haciendas y asoláis las familias. Infames ratones quiero, y no gatos.

Pues eso, fuera gatos.

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