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Redondo tenía jerarquía. Me gusta ese término porque retrata un tipo de futbolista muy definido, aquel que detecta cuándo debe echarse el equipo encima. "Jerarquía" es, además, una palabra que suelen utilizar en Argentina. Fernando Redondo era ese tipo de jugador; probablemente el mejor medio centro –en Italia lo llamarían "reggista"– de los últimos diez años. A su indudable clase añadía un carácter de mil demonios ("comé hierba, burro, comé", cuentan que solía espetarle en la cara a sus rivales) y era, en suma, el futbolista en el que cualquier entrenador podía confiar ciegamente. Reconozco que no soy objetivo. Cuando en el Real Madrid amañaron aquel falso debate sobre quién debía jugar, si Redondo o Luis Milla, me llevaba las manos a la cabeza de desesperación (Milla no era un mal jugador sino simplemente inferior al genial centrocampista argentino).

Redondo, fiel a la tradición de su país, entendía cualquier partido de fútbol como una batalla. Su batalla. Cuando salía al campo iba a la guerra. Se ponía el casco, llenaba la cantimplora y sacaba los brazos a pasear: jugaba maravillosamente con los pies, pero impedía con las manos que lo hicieran los demás. Era un futbolista pillo y con mala leche, pero siempre estaba ahí, en el eje del centro del campo. Además demostró de lo que era capaz también fuera del césped, y mandó muy lejos a Pasarella porque quería cortarle el pelo como a Sansón.

Ahora me doy cuenta de que estoy escribiendo en pasado y, gracias a Dios, Redondo está bien de salud. Sucede que al hablar del Redondo futbolista, desgraciadamente, debo emplear ese tiempo verbal porque su rodilla derecha le está impidiendo jugar. El suyo está siendo un docudrama en rojo y negro desde que el pasado 4 de agosto se marchó (o le marcharon) al Milán. Es probable que Florentino Pérez fulmine la deuda del club a base de torres gemelas, pero nunca le perdonaré que negociase con Redondo. El tiempo le enseñará al presidente del Real Madrid que hay futbolistas innegociables.

Hay quien asegura, incluso, que ahora está pensando seriamente la posibilidad de colgar las botas. No se ha adaptado a la ciudad y la imposibilidad de jugar al fútbol convierte Milán en una jaula de oro. Lleva casi un año en el dique seco y eso, sobre todo para un jugador hiperactivo como él, resulta sangrante. Parece que su marcha del Real le deprimió, primero, y luego le atacó con saña a la rodilla. Sólo espero que consiga ponerle el "the end" cuanto antes al docudrama y que salga del túnel.

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