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“Con todos ustedes el campeón del mundo, Pernell Whitaker...” Era la primera vez que el General venía a Madrid y, que yo recuerde, fue también la última. Le colocaron enfrente una víctima propiciatoria a quien bailó en el Palacio de los Deportes, y al final de la velada Policarpo Díaz Arévalo cometió la osadía de retarle desde la grada. Tuve a Whitaker a menos de tres metros y resultaba impresionante, como si no fuera de este mundo y viviera reconcentrado las veinticuatro horas del día. Fibroso, sin un gramo de más, fabricado para tumbar a todos sus rivales colocados alfabéticamente y en fila india. Un auténtico demonio sobre el ring.

En aquel combate del Palacio le vi mandarle un “crochet” imposible a aquel huidizo paquete humano, girando el brazo por detrás de su espalda para impactarle de lleno con su guante en el rostro. Una “boutade” boxística, un regalo para los aficionados que se dieron cita allí aquella noche; una forma de decirle gráficamente a su rival: “no corras que será peor”. Luego Pernell (27 de julio de 1991, en Norfolk) le pasó la oportuna factura al “potro de Vallecas” y siguió con una carrera repleta de victorias hasta conseguir veinte títulos mundiales en cuatro pesos distintos (ligero, superligero, welter y superwelter).

Ahora Whitaker, en el ocaso de su carrera como púgil, acaba de ser ingresado debido a una sobredosis de cocaína. Se encuentra en el Hospital de Virgina Beach; según un testigo, Pernell tomó la droga tras pelear contra el mexicano Carlos Bohórquez. En 1997 ya dio positivo por cocaína y cinco meses más tarde fue suspendido y enviado a un centro de rehabilitación.

Su último combate oficial fue en febrero de 1999, perdiendo por puntos ante el portorriqueño Félix Trinidad. Se ha convertido en otro juguete roto, una estrella desnucada por la vida tras ganarlo todo encima de un cuadrilátero. Demasiados años, quizás, frío como un témpano. Mucho tiempo siendo el indiscutible número uno. Desconozco si su caída será más dura que la de otros (deseo sinceramente que no). En cualquiera de los casos prefiero quedarme con el recuerdo de aquella estatua de serpentín negro, bruñida, cincelada, a punto, con los ojos agazapados tras unas “Ray-Ban” de cristales de espejo. Un gran campeón al que sólo cabe desearle toda la suerte del mundo.

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