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Lo reconozco, soy un enfermo. “Me llamo Juan Manuel y soy radioadicto”... “¡Hooola Juan Manueeel!”... ¿Que en qué lo noto? Muy fácil: no lo noto, y ahí reside el verdadero problema. Yo no noto nada hasta que un amigo de la infancia me mira con los ojos como platos cuando, a punto de marcharnos para ir a cenar, le pido que espere un instante, sólo el momento justo para dejar grabando ese programa de cine que me gusta tanto. ¿Que en qué más “no-lo-noto”? Muy sencillo: yo duermo con la radio. No estoy diciendo que ponga la radio para dormirme, sino que la enciendo y ahí se queda toda la noche. Me quedo como un “tronco”, pero cuando me despierto, ahí está la radio. “El ministro de economía se reunió hoy con los líderes sindicales para... ¿Qué tiempo hace por...?... Hoy se estrena Spiderman, la nueva película de...” Así toda la noche. ¿Soy o no soy un enfermo?

Hasta que, por cualquier motivo, mis oídos detectan algo realmente curioso. Entonces abro los ojos y escucho. Eso fue precisamente lo que me pasó esta pasada madrugada. ¿Cuatro de la mañana?... ¿Cinco? No lo sé, no tengo ni idea. No sabría tampoco concretar qué emisora de radio era, pero en mi “duermevela” oí nítidamente “Bob Beamon” y “piezas de titanio”. Giré lentamente la cabeza y me puse a escuchar una historia fantástica, un cuento extraordinario que para sí hubieran querido Edgar Allan Poe o Italo Calvino.

Resulta que circula por Internet una leyenda consistente en lo siguiente: cuando Bob Beamon batió el récord del mundo de salto de longitud con sus ocho metros y noventa centímetros, todo el mundo coincidió en que había sacado provecho del viento a favor que había ese día en el estadio. De hecho, Beamon no volvió nunca a acercarse ni antes ni después a ese récord, una marca que perduró en el tiempo. Y aquí viene lo realmente genial.

Alguien empezó a comentar que Beamon había sido objeto de un experimento del Ejército de los Estados Unidos. Según eso, le habrían intervenido quirúrgicamente para sustituir sus huesos por piezas de titanio, de ahí el salto prodigioso que pegó aquel día. Beamon rehuía hablar de su propia marca cuando tendría que estar orgulloso por haberla logrado. Y un dato más absolutamente delicioso: nunca quiso hacerse una radiografía alegando un temor irracional hacia los Rayos X. ¿Qué les parece? ¿Qué habría hecho con este material el bueno de Ray Bradbury? ¿A que merece la pena ser un “radioadicto”? Luego llegaría Mike Powell, pero esa será otra historia.

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