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Gabriel Moris

Silencio, ocultación y olvido

Si después de reflexionar llegásemos a la conclusión de que tanto los ciudadanos como sus servidores públicos han cumplido con su deber, podríamos descansar; no del sufrimiento, pero sí de la espantosa duda que lo acrecienta.

Ya han transcurrido cincuenta meses desde el atentado que cambió la vida de miles de personas y el rumbo de España. Si pusiéramos en una balanza las consecuencias personales y públicas nos resultaría muy difícil comprobar hacia qué lado se inclinaría. A las víctimas nos pesan más las personales, lo que no impide que seamos conscientes de que a nivel público las consecuencias de los crímenes de marzo de 2004 resultaron de una magnitud muy superior a la de otros acontecimientos de naturaleza semejante. Es lo que pretendieron y consiguieron los que, precisamente aquella mañana, no cualquier otra, aquélla, decidieron asesinar a mansalva. Pueden sentirse satisfechos. España aún padece las consecuencias del 11-M. Y no dejará de padecerlas mientras no seamos capaces de saber quiénes, cómo, por qué y para qué causaron tanto sufrimiento.

De no conseguirlo, España vivirá en una permanente convulsión a pesar de que algunos pretendan que el olvido nos sirva para sobrevivir en medio de una tranquilidad sólo aparente. El subconsciente no nos permitirá recuperar la paz perdida. Las conciencias individuales atienden a la psicología de cada individuo y a sus creencias. Lo que resulta mucho más difícil de analizar –máxime en una reflexión a vuelapluma como la que intento hacer– son las consecuencias a nivel colectivo (políticas, sociales, convivenciales...).

A pesar del tiempo transcurrido todos mantenemos en nuestras retinas y en nuestros oídos las imágenes y los sonidos de entonces. Las palabras que aquel crimen de lesa humanidad provocó en todos los rincones del planeta. Si comparamos aquel derroche de noticias y de análisis con el silencio más o menos impuesto que vivimos hoy, podríamos creer que lo que explica éste sólo puede responder a una motivación irracional provocada por el miedo a que se ponga en peligro lo que algunos entienden como tranquilidad social.

En muchas ocasiones me pregunto si fueron espontáneas las numerosísimas manifestaciones de entonces. También si es espontáneo el silencio de hoy. ¿Ambas actitudes responden a un comportamiento previsible de los seres humanos? ¿O acaso se explican en el éxito de una manipulación colectiva de la que no nos hemos librado ni los que padecemos las más terribles consecuencias? La experiencia nos enseñó que no son pocos los que están en disposición de ocultar la verdad; sin embargo, el olvido que nos condujo al silencio creo que únicamente se puede explicar si responde a las facultades de mentes que no son siempre fáciles de manipular.

¿Qué extraño sortilegio ha servido para que incluso las víctimas sigamos asistiendo impasibles a la total manipulación de los hechos que nos causan tanto sufrimiento? ¿De dónde proceden las fuerzas que nos inmovilizan como individuos y como sociedad? ¿Tienen su origen en los aledaños de los terroristas o en las cercanías de nuestros "ángeles custodios"? Allá cada cual con su respuesta. Pero al menos yo jamás creeré que procedan de los "idus" de aquel trágico marzo de 2004... Estoy convencido de que provienen de los "contra-idus".

En cualquier caso, y nos llegue desde donde nos llegue, no podemos negar que nos acompaña un silencio tan injusto como el dolor que nos causa. Y no me conformó a vivir con él. Todos, sin excepción, necesitamos reflexionar sobre lo que ocurrió, sobre cómo nos comportamos entonces, sobre cómo nos comportamos ahora, sobre lo que se nos ofreció y se nos ofrece como información veraz... No podemos dejar de preguntarnos si nuestro dolor se puso al servicio de miserables sin escrúpulos. Si de nuestro sufrimiento otros muchos sacaron ventaja.

Si después de reflexionar llegásemos a la conclusión de que tanto los ciudadanos como sus servidores públicos han cumplido con su deber, podríamos descansar; no del sufrimiento, pero sí de la espantosa duda que lo acrecienta. Pero de no ser así, de llegar a la conclusión contraria, no nos quedaría más remedio que reconocer que es mucho lo que tendremos que cambiar en nosotros mismos para que no tarde el día en que la memoria, la dignidad y la justicia sean algo más que tres sueños inalcanzables para las víctimas de los crímenes de marzo de 2004.

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