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Emilio J. González

Cuando el Gobierno es parte del problema

En el mejor de los casos la pasividad del Ejecutivo es total y, en el peor, surgen de él propuestas y declaraciones contrarias a la realidad.

La crisis que está viviendo la economía española tiene características muy particulares respecto de crisis anteriores. Por primera vez no se puede devaluar para resolver los problemas de fuerte déficit exterior, que va a más en lugar de menguar, como es propio en los tiempos de dificultades y de pérdida de competitividad. Tampoco se trata de una crisis cíclica, sino que viene precedida del estallido de la burbuja inmobiliaria, con todas sus consecuencias negativas sobre el crecimiento y el empleo. Asimismo, por primera vez, mientras la economía se encamina a pasos agigantados hacia la recesión, la inflación va a más, como consecuencia, entre otras razones, del crecimiento de los precios internacionales de la energía y los alimentos, cuando en otras circunstancias tendría que reducirse a causa de la fuerte caída que está experimentando el consumo. Los tipos de interés, en lugar de estar a punto de tocar techo, o empezar a bajar, más bien apuntan hacia todo lo contrario. Todas estas circunstancias, que alguien ha calificado ya como "la tormenta perfecta", hacen que la crisis actual sea única. Pero lo más llamativo de todos los aspectos diferenciales con relación a crisis anteriores es que el Gobierno se ha convertido en parte de la misma.

En el pasado, cuando llegaban los tiempos de dificultades, los Gobiernos las afrontaban, con más o menos acierto, pero las afrontaban. De la crisis de 1993, por ejemplo, resultó el primer intentó de reforma laboral y del gasto público. La de 1986 fue el resultado de la necesaria reconversión industrial y de la agricultura para ser miembros de la Unión Europea y para permitir que la economía española pudiera sobrevivir en el mundo de la globalización. La de finales de los 70 fue la consecuencia de no haber hecho prácticamente nada durante los últimos años del franquismo para lidiar con la primera crisis del petróleo, pero, por lo menos, se firmaron los Pactos de La Moncloa para tratar de evitar que los males fueran a más mientras se completaba la transición hacia la democracia. Incluso en aquellos tiempos tan difíciles el Gobierno, cuya principal prioridad era la salida pacífica de la dictadura hacia un régimen de libertades, a la cual se sacrificó la economía, tomó medidas para tratar de atajar los problemas. Ahora, en cambio, en el mejor de los casos la pasividad del Ejecutivo es total y, en el peor, surgen de él propuestas y declaraciones contrarias a la realidad.

Tomemos, por ejemplo, los precios, un asunto en el que el flamante nuevo ministro de Industria, Miguel Sebastián, tiene mucho que decir porque él conserva las competencias en materia de comercio. Todo el mundo, empezando por la propia Comisión Europea, coincide en señalar la necesidad de inyectar nuevas dosis de competencia en el sector comercial para contener o moderar el impacto inflacionista de la subida de los precios de los alimentos. Sebastián, en cambio, no solo no dice ni hace nada al respecto sino que se contenta con señalar que el diferencial de precios con la UE se mantiene en un punto, cuando, en realidad, está creciendo. Pero es que, aunque se mantuviera constante, está deteriorando nuestra competitividad, como puso de manifiesto un estudio reciente de Caixa de Catalunya, lo que explica, en parte, que el déficit exterior vaya a más y que la economía española no tenga por ahora una alternativa como motor de crecimiento al maltrecho sector de la construcción.

Con el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, sucede tres cuartos de lo mismo. Recientemente, Corbacho ha admitido la necesidad urgente de poner en marcha un plan de choque para afrontar el problema del desempleo, para decir a continuación que había que pensarlo despacio. Y es que como lo que hay que hacer, en última instancia, es una nueva reforma laboral y el Ejecutivo de Zapatero renunció a aprobarla la pasada legislatura, ahora Corbacho se encuentra con que va a ser muy difícil llevarla a cabo porque, en plena crisis, seguramente ni los sindicatos ni la sociedad vayan a aceptar los sacrificios que dicha reforma impone a corto plazo para que las cosas, después, mejoren sensiblemente.

El vicepresidente económico, Pedro Solbes, también tiene su ración. Aquí jamás dice cómo están las cosas, pese a que lo sabe perfectamente, y hay que esperar a que le entreviste un medio extranjero, Le Nouvel Observateur, para que reconozca que, probablemente, en 2009 habrá déficit público. Y mientras tanto, de su departamento no sale una sola medida para afrontar la que está cayendo ni, por desgracia, tiene preparado plan alguno pese a que sabía desde hace más de un año la que se nos venía encima.

Pero quien se lleva la peor parte es el presidente del Gobierno. Por la naturaleza de su cargo, Zapatero debería estar liderando y respaldando una política económica para afrontar una crisis que tiene, en parte, una naturaleza coyuntural y, en parte también, un origen estructural. Sin embargo, Zapatero no está por la labor, sino todo lo contrario. Sigue pretendiendo que estamos en el país de las maravillas, diciendo que vamos a crecer por encima de la media de la Unión Europea –habrá que verlo– y sigue prometiendo más y más gasto público cuando los ingresos presupuestarios se han desplomado; algo que, de llevarse a cabo, agravará todavía más las cosas.

Aquí no hay una sola declaración, una sola medida, que pueda inyectar confianza en el futuro de la economía. Con razón, la última encuesta del CIS señala que la principal preocupación de los españoles es la situación económica. No es para menos. Con un Gobierno que no toma medidas, con unos ministros que se contradicen unos a otros y niegan la mayor, esto es, la existencia de la crisis y su propia naturaleza, y con un presidente que, lejos de liderar una estrategia para superar pronto los problemas y de la mejor manera posible, se dedica a hacer propuestas irreales e irrealizables, no es de extrañar que la confianza de los consumidores y las empresas esté bajo mínimos. Y es que, en este caso, el Gobierno se ha convertido en parte de la crisis, lo cual es inaudito.

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