Mereció la pena presenciar en directo la extraordinaria final de los 100 metros, ese instante mágico que, probablemente junto a la final de 1.500, marca cada cuatro años la cumbre de unos Juegos Olímpicos. De la espectacularidad de la carrera –quizás, si a los tiempos tenemos que atenernos, la mejor de toda la historia– habla un hecho ciertamente elocuente: los tres primeros clasificados realizaron en Atenas los tres mejores registros del año. Justin Gatlin, a la postre el nuevo y sorprendente campeón olímpico, firmó un crono de 9.85 tras protagonizar una carrera prodigiosa y técnicamente perfecta; el portugués Francis Obikwelu, un okupa en un reino que dominan con cierto despotismo los velocistas estadounidenses, acabó en 9.86, mientras que el mítico Maurice "Cannonball" Greene acabó obteniendo una meritoria medalla de bronce con sus 9.87, éxito que celebró casi tanto como cuando, precisamente en Atenas, recuperó el honor perdido de Estados Unidos conquistando la medalla de oro durante los Mundiales de 1997 justamente con idéntico crono que este domingo lograra también Obikwelu (9.86).
Y digo que Gatlin acabó siendo un sorprendente campeón, no porque no sea un atleta increíble sino porque todos estábamos esperando la irrupción del espectacular (tanto dentro como fuera de la pista) Shawn Crawford. El 19 de junio, en Eugene, Crawford había conseguido la mejor marca de 2004, corriendo los 100 metros en un tiempo de 9.88; y el sábado en Atenas había pasado a la final con una marca de 9.89, segundo mejor tiempo de todo el año en esos precisos instantes. Pero la carrera de Crawford, que era sin duda el velocista que estaba más en forma de todos, no estuvo a la altura de sus posibilidades, marcada y controlada desde el inicio por la meteórica salida del nuevo y flamante campeón olímpico.