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Lucrecio

No todos los muertos valen

Allá por los años de entreguerra, Paul Morand, cónsul de Francia en Haití por algún tiempo, dio una imagen actualísima del país alucinado al cual hoy vemos naufragar en sangre alcohol y masivas matanzas. Se llama El Zar negro, y es la historia de uno de los tantos iluminados que, en la isla, han amalgamado en lo político, utopía milenarista, brutalidad extrema y sacerdocio mágico africano.
 
Lo de el último Aristide, parece sacado de ese texto. Ni siquiera sería correcto hablar de violencia política, allí. En Haití impera un vandalismo primitivo y en estado puro. Ahora, como siempre. Desde su fundación, hace dos siglos: cuando, en un modelo de ferocidad sin equivalente en las descolonizaciones americanas, la “república negra”, en que culminó la sublevación de los esclavos, muerto ya en presidio su dirigente Tousaint Louverture, se constituyó sobre la liquidación de cuantos no compartieran vieja condición esclava e idéntico color de piel: la viabilidad de una burguesía nacional quedó segada. Y, mucho más allá de lo que en cualquier otro país americano sucediera, no puede ni siquiera decirse de Haití que haya llegado a poseer Estado. Ni economía viable. Sólo bandas predadoras, de componente simbólico más o menos tribal. Y miseria. Tanta como para que la no precisamente próspera República Dominicana, que ocupa la otra mitad de la isla, aparezca a los haitianos como un inasequible paraíso.
 
Sólo déspotas sin regla ni límite de ningún tipo han logrado estabilidades, más o menos transitorias, en un país donde nada funciona, donde hasta los hoteles para turistas extranjeros tuvieron que cerrar, por imposibilidad de mantenimiento, hace ya mucho. Sólo déspotas sin remordimientos a la hora de matar en los modos más abominables. Sólo déspotas convencidos de su elección divina y capacitados para aparecer ante sus súbditos como invulnerables magos de la gran tribu. En Haití, se ha gobernado siempre con el garrote, el machete y el poder sobre las almas que otorga el vudú.
 
Durante semanas, la televisión francesa fue siguiendo a algunos de esos grupos que se matan entre sí sobre la isla. En vano se buscaría una sola tesis política en sus invocaciones. Han sido meses de borrachera, saqueo, violación, pillaje: la gran fiesta de siempre. Practicada por unos y por otros. Practicada por todo aquel que posea un rifle o un machete contra quien no lo tenga. La vergüenza internacional es que, para detener a esas turbas borrachas, no hacía falta ejército. Sólo una fuerza policial organizada. Y que hace por lo menos cuatro meses que todo el mundo sabía cómo iba a acabar el motín general desencadenado por los antiguos mercenarios de Aristide, enfurecidos cuando el jefe dejó de pagarles e hizo asesinar ritualmente a alguno de sus jefes.
 
La muerte de periodistas occidentales, en medio de semejante matadero de todos contra todos, era previsible. El asesinato de esos blancos de la tele, a los cuales los fanáticos del caído mago Aristide culpan de su desdicha, era un riesgo más que conocido. No fue un accidente. Nadie pedirá cuentas, sin embargo, temo, al demente en su exilio africano, por ese asesinato como por tantísimos otros. No todos los muertos son iguales para la complaciente conciencia ciudadana europea. Sólo cuentan los que caen bajo balas estadounidenses.

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