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Lucrecio

Escupir sobre los muertos

Nadie parecer querer recordar demasiado a Julio Anguita Parrado; tal vez porque tuvo el mal gusto de hacerse matar por el ejército del dictador iraquí

Corresponsal de guerra significa aristocracia periodística. Todo chaval que entra en la Facultad de Periodismo sabe eso. Y, de todas las mitologías, en mayor o menor medida respetables, que componen la leyenda del oficio, es la de esa aristocracia la que con más peso resuena en las ensoñaciones del periodista joven. Vietnam, sobre todo, fijó la épica de los aventureros de bolígrafo y casco. Aunque la imagen romántica venía de mucho más atrás. De la Gran Guerra del catorce, de entre cuyos cronistas salieron algunos de los mejores narradores del siglo XX; de la carnicería troglodítica a la cual conocemos como guerra civil española, por la cual pasaron lo mejor y lo peor de los hombres de letras europeos y americanos; de la segunda guerra mundial, de cuyo aliento sobrecogedor nació lo más grave de la narrativa de las décadas posteriores.
 
No hay aristocracia profesional sin riesgo. Es de la cercanía de la muerte de donde el corresponsal de guerra toma su paradójica prestancia de aventurero solitario. Y, en esa lucha –o danza, si se quiere– con el riesgo extremo, la muerte es el envite. Hay apuesta, porque hay posibilidad de una pérdida. Absoluta. La vida propia. Todo corresponsal de guerra sabe eso. Y no hace retórica con ello. Y, si la hace, más le vale dedicarse a otra cosa. No es posible tenerlo todo: la epopeya y la ausencia de riesgo.
 
En Irak, hace un año y medio, dos jóvenes corresponsales españoles de guerra murieron bajo el fuego de los contendientes. Algo conocí a uno de ellos: un chaval encantador y tímido, despedazado por un proyectil iraquí cuando cubría el conflicto para el diario El Mundo. Nadie parecer querer recordar demasiado a Julio Anguita Parrado; tal vez porque tuvo el mal gusto de hacerse matar por el ejército del dictador iraquí, hoy convertido por parte de la opinión pública española en poco menos que un héroe de la resistencia antiimperialista. No conocí al otro; era también joven, y lo imagino igual de buen tipo y de excelente profesional que Anguita. Pero a Couso se lo llevó por delante un proyectil del Satán americano. Y eso hizo de él lo que su compañero de desdicha no merecerá ser nunca en un país tan enfermo como éste: un mártir de la libertad de expresión.
 
Así son las cosas. Cada país vive en su red mitologías. La de la España de después de 1898 está esencialmente regida por el antiamericanismo. No hay análisis racional que pueda borrar eso. El imaginario colectivo es siempre esencialmente injusto. E irreparable.
 
La ley no puede serlo. Un proyecto de reparación a la familia del cámara de televisión muerto bajo fuego americano no puede ser, en una sola coma, distinto del que rija para la reparación a la familia del cronista muerto bajo fuego iraquí. La indecencia política no puede llegar a ese punto, sin quebrar irreparablemente el principio mismo de igualdad ciudadana. Porque eso sí sería escupir sobre los muertos.

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