Podemos seguir ignorándolo y fingir que no pasa nada, que con buenas intenciones se arregla y que armándose de paciencia y una buena dosis de comprensión los islamistas van a dejar de masacrar a placer. Podemos seguir ingeniando fantasiosos planes de diálogo entre “civilizaciones” en espera de que la otra parte recoja el testigo y se avenga a razones. Podemos incluso rendirnos y entregarnos sin condiciones a la barbarie. Podemos, en definitiva, seguir imitando a los avestruces hasta que sea demasiado tarde. Lo cierto, lo dolorosamente cierto es que mientras nos dedicamos a todo lo anterior el día a día se nos puede envenenar bastante.
La matanza que acaba de perpetrar Al-Qaeda en Egipto no es la primera ni será la última. Va en su naturaleza. Hace menos de un año asesinaron a 34 israelíes que se encontraban de vacaciones en un hotel y volverán a hacerlo en cuanto tengan oportunidad. El terrorismo islámico, como acertadamente apuntaba ayer José García Domínguez, ha inaugurado un nuevo tipo de guerra en el que los enemigos no se encuentran en la trinchera de enfrente obedeciendo las órdenes de un capitán sino en la nuestra, confundidos entre nosotros, observándonos, acumulando odio y esperando pacientemente el momento de propinar un zarpazo a quienes consideran responsables de su desdicha.
Ante semejante reto no vale la buena voluntad, no valen las negociaciones porque el islamista, sencillamente, no tiene nada que negociar. Son claros en sus pretensiones; el mundo al que aspiran es un híbrido entre el Afganistán de los talibanes y el imperio de los Omeyas. Un delirio, una fantasía, una sinrazón de tal calibre que solo puede ser reclamada a través de carnicerías como la de Nueva Cork, como la de Madrid, como la de Londres o como la de la madrugada del sábado. Conocedores de que una buena parte de Occidente, su enemigo, se encuentra acobardado perseveran en un camino que tan buenos resultados les proporciona. Enterados de que, además, cuentan con poderosos aliados entre nuestros políticos, nuestros intelectuales y nuestros artistas tan sólo necesitan seguir subiendo el volumen hasta que la sociedad civil occidental, esa que tanto aborrecen, termine por ceder.