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Eva Miquel Subías

En el nombre de la libertad

Si creemos firmemente en la libertad, tendríamos que seguir aferrándonos a ella en todo momento, aunque nos incomoden determinados personajes o no nos gusten algunas ideas. Son estas las circunstancias en las que las convicciones deberían servir para algo

En alguna que otra ocasión ya he comentado mi cercanía y aprecio hacia el modelo de sociedad anglosajón, a pesar de –a mi modo de ver– incurrir en ciertas contradicciones, como por ejemplo, la excesiva influencia que tienen en la opinión pública los comportamientos puramente privados de los representantes políticos durante el desempeño de sus funciones públicas y cómo éstos son juzgados por algunos hechos que nada tienen que ver con su capacidad intelectual, eficiencia y dedicación a la causa que puedan defender.

Dicho esto, me gustaría, si me permiten, hacer una pequeña reflexión. No hace muchos días, al diputado holandés Geert Wilders se le prohibió la entrada al Reino Unido, nación protectora e impulsora de las libertades, debido a sus opiniones "radicales" sobre el Islam. Según parece, el controvertido parlamentario del Partido por la Libertad, pretendía exhibir –invitado por el independiente Lord Pearson– su película Fitna en el Parlamento, cinta que ya ha sido vetada en los Países Bajos y donde defiende que el Corán es un libro fascista que incita a la violencia. El Gobierno de Gran Bretaña ha alegado que se trata de una provocación que supone una amenaza para la seguridad nacional.

Este hecho me ha recordado, en menor medida aunque a mi parecer ciertamente gráfico por lo que a la visión de la libertad se refiere, un capítulo que viví en mi etapa universitaria en Barcelona. En la clase donde se impartía la asignatura "Tendencias historiográficas contemporáneas" asistía un tipo que regentaba una librería que contenía ejemplares de ideología claramente nacionalsocialista, un establecimiento que posteriormente los Mossos de Esquadra acabaron interviniendo por considerar, el Fiscal Jefe de Cataluña, que era un centro en el que se hacía apología del nazismo.

Lo tengo muy presente por la polémica que causó. Pero lo que más nítidamente recuerdo fue la conversación que mantuve con quien era entonces mi profesora –y posteriormente amiga– y a quien le tocaba, sometida a una más que considerable presión, evaluar a tan "discutible" alumno. La docente, persona íntegra, intelectualmente sólida y de unas ideas claramente ubicadas a la izquierda, me contaba, con gran sensatez y angustia, el dilema que se le planteaba al respecto. Al parecer el estudiante había realizado un trabajo excelente y un examen impecable. Y ella, a pesar de sentir repugnancia, como yo misma, hacia las ideas del personaje en cuestión, no podía basarse en ellas como motivo para no darle la nota que objetivamente merecía. Ello le causó más de un problema en la facultad y el haber sido intelectualmente honesta le salió muy caro, pero defendió lo que ella consideró que era justo.

De la misma manera, pues, a los que confiamos y creemos en la libertad, nos deberían molestar ciertas maneras de actuar que atentan contra la misma permanentemente. No creo que la actitud de las autoridades británicas en el aeropuerto de Heathrow haya sido ejemplar. Ni mucho menos. Si, como decía hace un momento, creemos firmemente en la libertad, tendríamos que seguir aferrándonos a ella en todo momento, aunque nos incomoden determinados personajes o no nos gusten algunas ideas. Son estas las circunstancias en las que las convicciones deberían servir para algo más que para elaborar escritos.

Cuando John Stuart Mill escribió en la segunda mitad del siglo XIX su ensayo Sobre la Libertad, haciéndonos ver cuán necesaria era ésta para el correcto funcionamiento de una sociedad y la vital importancia de los derechos civiles, así como la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuos, no se había producido –bien es cierto– ni el avance gigantesco en las tecnologías de la información y la comunicación, ni un estado de alerta por ataques terroristas a gran escala. Y estos factores, sin duda, hacen que la armonía y proporción entre conceptos como la libertad y la seguridad estén permanentemente en la cuerda floja.

En este sentido, he podido leer muchos artículos francamente interesantes de Timothy Garton Ash, historiador británico muy crítico con los sistemas de vigilancia sobre los ciudadanos a través de teléfonos móviles, sistemas informáticos y demás instrumentos que atentan directamente nuestro derecho a la intimidad, vulnerando, a su parecer, todo tipo de derechos individuales en un país que hasta ahora se había caracterizado por todo lo contrario.

Y también en esta línea se ha expresado recientemente la ex directora de los servicios secretos británicos (MI5) y actualmente entregada por completo al mundo de la literatura. Stella Rimington, con la que admito me pirraría compartir una cena, apunta en una reciente entrevista que "sería mejor que el Gobierno reconociera que existen riesgos en lugar de atemorizar a la gente para poder aprobar leyes que restringen las libertades, precisamente uno de los objetivos del terrorismo: que vivamos atemorizados y bajo un Estado policial".

¿Podemos, entonces, vivir con cierta seguridad sin necesidad de dejar de ser libres? Esa es realmente la cuestión y lo que a una servidora le preocupa cada día más.

Me temo que no me queda espacio para abordar el asunto, no menos alarmante, de las redes sociales, pero lo que estamos haciendo en numerosas ocasiones en nombre de la libertad, me pone los pelillos de punta. Y la verdad, no me gusta pronunciar su preciado nombre en vano.

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