
Decía una canción de Thalía "entre el mar y una estrella…". Y es que esta podría ser una crónica de la belleza contemporánea desde la silla de playa (o mejor, una tumbona con vistas a cuerpos perfectos).
Y es que Kim Kardashian lo ha vuelto a hacer. Y no, no hablo de su enésima transformación estética, ni de su habilidad para redefinir el algoritmo de la belleza en cada temporada. Hablo de su última genialidad comercial. Una faja moldeadora para la papada. Sí, han leído bien. La papada. Ese pliegue traicionero entre el cuello y el ego.
La marca, por si alguien se ha desconectado del mundo más que yo esta semana, se llama SKIMS (con K de Kardashian, claro) y ha provocado todo tipo de reacciones. Entre ellas, una maravilla en forma de vídeo de Anthony Hopkins, que apareció con la faja puesta diciendo algo así como: "No tengas miedo de venir a cenar". Icono absoluto.
Y mientras medio mundo aplaude la jugada comercial, yo me pregunto hasta qué punto vamos a seguir vendiendo opresión estética bajo el disfraz del bienestar. Porque seamos serios. Ninguna faja ha moldeado nada que no vuelva a su sitio en cuanto la sueltas. Los abdominales sirven para disimular el vestido ceñido, no para reducir centímetros. Y ahora resulta que también debemos dormir con la cara envuelta como si fuéramos momias post-quirúrgicas para despertar, no más jóvenes, pero sí más oprimidas.
Por no hablar de lo contradictorio del asunto. Vender compresión facial cuando tu rostro ha sido diseñado, como quien dice, por un comité de cirujanos y Photoshop.
Eso sí, enhorabuena a Kim. Porque lo que ha conseguido no es una papada más firme, sino una industria entera girando en torno al miedo a la decadencia.
Lo que más me inquieta no es la faja en sí, sino la resignación con la que aceptamos estos nuevos códigos de tortura "estética". Ya no basta con no roncar por las noches; ahora hay que dormir mona, con la cara exprimida y la conciencia tranquila.
Y mientras todo eso sucede, yo escribo esto desde Mallorca, con leche de avena sin azúcar y vistas al mar. Lejos del Chamberí emocional, del barrio Salamanca mental y Justicia injusta, y de esa necesidad absurda de estar produciendo contenido hasta en vacaciones.
Planteé el otro día en Instagram un dilema: ¿sois de los que desconectan de verdad, o de los que se llevan el portátil hasta al chiringuito? El 60% dijo desconexión total. No esperaba menos. A la gente, en el fondo, no le gusta trabajar. Y si puede cobrar sin hacerlo, mejor. Pero esa es otra historia.
Hoy solo quería dejar constancia de que los dramas en un barco se llevan mejor, y que la felicidad, a veces, solo necesita un poco de brisa marina y la certeza de que no vas a encontrarte a tu ex en la toalla de al lado.
