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Los dos apasionados amores de Conchita Márquez Piquer y la tragedia de su hija

Concha Márquez Piquer cruzó su camino con Curro Romero y con Ramiro Oliveros, los dos hombres de su vida.

Concha Márquez Piquer cruzó su camino con Curro Romero y con Ramiro Oliveros, los dos hombres de su vida.
Concha Márquez Piquer e Iris Oliveros. | Gtres

El primer hombre que llegó al corazón de la fallecida Conchita Márquez Piquer fue Curro Romero, torero de leyenda, puro embrujo. Lo conoció en un tentadero en la finca de Domingo Ortega, veterano diestro toledano. Hasta allí fue ella de la mano de su padre, también matador de toros, Antonio Márquez. Cruzaron Conchín y Curro sus miradas. Volverían a verse en la feria de Sevilla, en una caseta. Conchín estaba de vacaciones de Semana Santa, estudiaba fuera de España y, según contó ella misma "quedé impactada por él, un hombre realmente guapo y no hay que olvidar que a mí me encantaban los hombres guapos desde muy pequeña".

Tenía entonces sólo catorce años. Y él, veinticinco. Hablaron. Le dijo que la escribiera a su colegio de Suiza, pues le encantaría recibir cartas suyas. Pero Curro, siempre tan discreto, nunca la complació en ese sentido. Temió que se enterasen los padres de Conchín. Don Antonio Márquez, era demás su apoderado.

Ya con quince años el torero y la futura cantante se reencontraron. De nuevo en la feria sevillana. Se dieron el primer beso. Tarde o temprano, doña Concha tendría que enterarse. Y como ni ella ni su marido querían que la niña se ennoviase tan jovencita, la enviaron a otro colegio, en Londres. Pero a la vuelta definitiva de Conchín a Madrid, al piso en el que siempre vivieron sus padres, en la Gran Vía, encima del cine Coliseum, aquel noviazgo se consolidó y Curro pasó las de Caín, con lo tímido que era, cuando se presentó en aquella vivienda, invitado a comer, donde pidió la mano de "la niña".

Y se celebró la boda. Por todo lo alto. El 22 de octubre de 1962, en la iglesia de los Jerónimos. Diecinueve años contaba la novia. Curro tenía veintiocho. Una muchedumbre esperaba la llegada de Conchín, que se había dejado olvidado en casa el ramo de novia, pues Curro ya estaba a las puertas del templo, esperando, nervioso, como si fuera a hacer el paseíllo en la Maestranza. Abarrotado el templo, hubo desmayos, Conchín con una lipotimia, y los amigos de lo ajeno robando todo lo que pudieron de los numerosos invitados.

El matrimonio viviría unos años en un piso de la calle del general Mola como se rotulaba entonces, para después irse a otro más amplio y lujoso en la avenida del Generalísimo. La luna de miel en Formentera, y luego en Lima, donde Curro tenía que torear. Fueron muy felices. La llegada de dos niñas, Conchitín y luego Coral aumentó aquella dicha. Pero poco a poco, conforme avanzaba la década de los 70, Conchín, que adoraba a Curro con locura, fue desengañándose. Y no eran celos, no. Se enteró de que le ponía los cuernos. La convivencia se hizo más hostil porque ella tenía que "tragar" que muchas noches aparecieran a altas horas en el piso de la avenida del Generalísimo un grupo de amigos del torero, gitanos, cantaores que se corrían una juerga mientras disputaban partidas de póker que acababan ya casi al mediodía. Fue inútil que Conchín tratara de convencer a Curro para que acabara con aquella costumbre. Él procuró cambiar, pero celebrando las reuniones en otros sitios. Desde luego lo que más daño le hizo a ella fue saberse engañada. Y cortó por lo sano: terminaron divorciándose en 1982.

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Con Ramiro Oliveros | Gtres

La amistad que yo tenía con Conchín me permitió obtener unas confesiones sobre su fracasada unión matrimonial. Me llevó en su coche hasta Somontes, en las cercanías de El Pardo, donde practicaba el deporte del tiro. Y me invitó a almorzar, mientras iba desgranando sus desdichas. Tardaría tiempo en recuperarse. Pero con su sinceridad de siempre me dijo que nunca le concedería a Curro la nulidad. Por lo tanto ni ella podría casarse por la Iglesia ni él tampoco. Decía: "Yo me he casado ante Dios para toda la vida".

Transcurrieron unos años. Poco se sabía de su vida sentimental. Descubrí un día, por pura casualidad, que se veía con un director de orquesta valenciano, bastante conocido. Pero aquel principio de idilio no prosperó. Conchín no se veía casada de nuevo. Pronto cambiaría de opinión al conocer al actor Ramiro Oliveros. Para mí ese encuentro tuvo su gracia, puesto que me vi en medio de ambos. Fue en septiembre de 1980, invitados a la inauguración del Casino de Santander. Estábamos en una mesa donde se jugaba a la ruleta francesa y percibí que Conchín iba ganando. De pronto, se acercó Ramiro y por las buenas le cogió unas fichas a Conchín. Y repitió varias veces. Al ver que no ganaba, se fue. Momento en el que ella me dijo: "Pero ¿es posible? No lo conozco de nada, yo iba ganando ochenta mil pesetas, y me ha dejado sin blanca". Le dedicó unos improperios que omito.

Pasaron unos meses. Ramiro, que ya había tenido bastantes historias amorosas, con uno o dos matrimonios de por medio, padre de varios hijos, se acordó un día de Conchita Márquez Piquer. La convenció para ir juntos a la cena de los premios de teatro Mayte. Y desde entonces vivieron un apasionado amor. A partir de 1982, el mismo año de su divorcio de Curro, Conchín encontró al nuevo compañero, con el que se casaría, y como ambos recalcaron a menudo, ningún día de sus vidas se separaron. Viajaron por medio mundo y reforzaron su amor intenso.

Pero un drama vino a sembrar de inmenso dolor la vida de Conchita Márquez Piquer, cuando el 2 de noviembre de 1986 murió su hija Coral en un accidente de automóvil en Tennessee, Estados Unidos. Hasta allí se había trasladado Coral con un grupo de amigos, componentes del grupo musical Avenida Pasión, del que formaba parte como vocalista. Tenía una preciosa voz y estaba ilusionada con triunfar. Conchín dijo que había soñado horas antes con aquel accidente y es que solía comentar que poseía poderes adivinatorios. Entró en una fase de angustia, impotencia, depresión que la llevó en unas horas a intentar quitarse la vida. Ramiro Oliveros estaba a su lado y afortunadamente ella no llevó a cabo semejante barbaridad. Se cambiaron de residencia, adquiriendo un chalé en la urbanización de Somosaguas. La llegada al mundo de Iris fue el bálsamo que necesitaba la pareja, sobre todo Conchín, ya convertida en abuela por parte de la otra hija que tuvo con Curro, Conchitín.

Conchín escribió un libro sobre su madre y otro de ella misma, donde al final insistía en que al publicar este último volumen lo hizo para borrar "esa falsa imagen mía de persona distante, antipática y adusta". Un día me refirió que acaso daba esa sensación porque era corta de vista. Para mí siempre fue una mujer sincera y apasionada. Decía en esas últimas páginas que ella había disfrutado en esta vida del verdadero amor. ¡Que Dios la haya acogido en su seno!

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