
Julio es un mes raro. Es el mes en el que todo parece estar a punto de acabar —las rutinas, las agendas, las ganas—, pero también es el mes en el que algo empieza. Las bodas, los regresos, las reconciliaciones con el pasado, las cenas sin horarios y los ventiladores emocionales. Julio es el mes en el que Jennifer López decide redescubrir el folclore patrio, enfundarse un mono rojo con volantes flamencos y bailar sobre un escenario como si fuese la prima neoyorquina de Carmen Amaya. Nunca he sido muy fan de J.Lo, me parecía más un holograma con abdominales, pero esta semana, viendo sus vídeos en Instagram, me entró hasta FOMO. Qué estupenda está. ¡Qué bien se mueve! ¡Qué bien lo vende todo! ¡Hasta el orgullo étnico!
Y mientras ella baila por tangos en Marbella, en Venecia Jeff Bezos celebra su boda como si estuviese presentando la gala de Miss Universo. Lauren Sánchez, con un vestido que parecía diseñado por un algoritmo hormonal, lucía más como un avatar de OnlyFans que como una recién casada. La boda fue un despliegue de todo lo que define al verano contemporáneo: opulencia, carne, dron, fama, agua, músculo. Una orgía estética con forma de evento nupcial.
En el otro extremo, claro, siguen existiendo las bodas de toda la vida. Las de Navascués. Las de las novias etéreas, tapadas hasta la clavícula, con velo bordado y mirada humilde. Bodas en las que todo se oculta, se sugiere, se cuece a fuego lento. Bodas con código de vestimenta emocional y discursos escritos por cuñados con alma de poeta.
Entre una y otra, yo me quedo con Chris Evert. Sí, la tenista. A años luz de todo esto, pero con el que probablemente ha sido el vestido más bonito de la historia del tenis, blanco, con encaje y una silueta que, curiosamente, hasta podría pasar por un vestido de novia actual. Lo llevó con apenas 16 años en el U.S. Open de 1971 y todavía hoy transmite más elegancia y equilibrio que muchos desfiles nupciales contemporáneos. Un vestido que sabía enseñar sin gritar, mostrar sin provocar, brillar sin querer llamar la atención.
Esta semana también me reencontré con Julio. No el mes, el otro. Mi primer novio. Estuvimos juntos entre los 16 y los 18, y volver a verle, más de una década después, fue como colarse en un recuerdo sin filtro. No ha cambiado nada, ni para bien ni para mal. Sigue siendo el tipo de hombre que no se olvida fácilmente. Pasional, canalla, con sentido del humor e ironía. Sin complejos. Tiene esa energía que llega como quien no quiere molestar y acaba desordenándotelo todo. Después del encuentro, me tomé unos vinos con mi amiga, la diputada Bea Fanjul, y con mi compañera en la agencia, Ana María Martín. Ana María, entre risas, soltó que al principio pensaba que "no me pegaba nada", pero que en el fondo me pega un montón. Y es que reencontrarse con el primer novio no va de nostalgia, sino de perspectiva. Una se sienta frente al pasado, le da un sorbo y piensa "menos mal que he cambiado". La transición de niña a mujer no la firmó Julio Iglesias. La firmó Hacienda, la ansiedad y un par de socios que no pagaron a tiempo. Y aún así, qué gustazo volver a mirar a los ojos a ese chico que un día te hizo sentir que el mundo era un verano entero por estrenar.
Y mientras medio barrio de Salamanca hace la maleta para irse a Ibiza, a Sotogrande o a algún destino con yate en miniatura, yo estoy en mi gallego de confianza comiéndome un rape impecable. El aire acondicionado a tope. El camarero que me llama "reina". Y una sensación rara pero gustosa. No necesito una boda para celebrar el verano. Ni un vestido de novia para saber que ya no soy la misma.
