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Itxu Díaz

Aquel lejano arte del cortejo

Las formas de ligar han evolucionado mucho a lo largo del tiempo. Aunque ahora mutan más rápido.

Una pareja hablando. | Pixabay/CC/zibik

Hace un año los solterones andaban como locos dándole la vuelta a sus piñas en el Mercadona, para ligar con solteronas con carrito y piña igualmente volteada. Asusta lo rápido que muere todo en el mundo posmoderno. La historia parece ahora extraída de una revista de sucesos paranormales de los 90. Las formas de ligar han evolucionado mucho a lo largo del tiempo. Aunque ahora mutan más rápido, en el pasado ha habido numerosos de códigos discretos para el flirteo.

En la década anterior a la piña del revés, una tecnología de citas muy popular permitió a los solterones descartar a sus solteras, y viceversa, arrastrándolas por la nariz a gran velocidad. A los inventores les pareció un poco violento ir por la vida agarrando narices ajenas y decidieron crear Tinder, para que el acto de pinzado nasal y lanzamiento al agujero negro pudiera realizarse digitalmente, que es menos doloroso y reduce bastante las probabilidades de acabar en el calabozo o sin dientes.

Ocurre que Tinder se llenó de mentiras, de frikis, de desguaces, y de enajenados de todo tipo y gran parte de la gente ha huido de ahí. Tras la moda de la piña, los suplementos dominicales –que todavía creen que son los que inventan las tendencias sociales en 2025- insisten en que ahora la gente liga haciendo deporte. ¿Haciendo deporte? Antes era al revés. Primero ligabas y luego hacías deporte, pero qué sabrán los de mi generación, que jamás pasaron de la recepción del gimnasio y que nunca se alimentaron con geles de proteínas.

Más atrás en el almanaque de las décadas, ya había comenzado la digitalización del ligoteo. En los 2000 había mensajería especializada en búsqueda de pareja, foros, e incluso chats de Terra recónditos para los conquistadores del amor, en los que convivían solitarios, feos, lunáticos y despistados.

En los 90, en cambio, ligar por internet era excepcional, y cualquier amigo o familiar te lo desaconsejaba, sugiriendo –con razón- que tu destino en una cita a ciegas surgida de la red sería acabar en un descampado tiroteado, o descuartizado y clasificado en la nevera de algún psicópata; la seguridad nacional está hoy tan bien, que ahora te puede pasar lo mismo incluso sin ligar. A fin de siglo comenzaba también el ligoteo por SMS. Tenía la ventaja de que la limitación de caracteres obligaba a los bardos y poetas a ser más concisos en sus declaraciones de amor, reduciendo considerablemente el número de cursiladas que caben por frase. El "tqm" hoy es abreviatura, pero en los 90 era economía familiar.

En los 70 y 80 la estrella fue el ligoteo de los pubs, sin que eso implique que llegara a ser extinguido en las décadas siguientes. Cierto que los más jóvenes no lo frecuentan, pero la moda es pendular, lo único que no es pendular son las ganas de los chicos de acercarse a las chicas, de modo que siempre terminan poniendo su mejor ingenio para lograrlo de algún modo, ya sea presencial, digital, o en el maldito Interrail.

En los 60, me cuentan, el amor estaba de moda, así que se podía ligar en cualquier momento, de la mañana a la noche, y en cualquier entorno: de la cafetería al velatorio. En los 50 la novedad fue el guateque y a alguno el desmadre de aquella gran noche le ha llegado hasta hoy, que no ha encontrado novia aún, pero tampoco el camino de vuelta a casa.

En los 40 la cosa era ligar a la vista de los demás, dentro de un orden, de modo que la forma más eficaz de hacerlo era en plazas y paseos. En esa época se ligaba muchísimo en la iglesia también, excepto con el sacerdote. En los 30, antes de la guerra, era común el acercamiento entre el macho y la hembra en verbenas populares. Aunque podías rozarle discretamente la mano a la chica mientras cantaba, no sé, el Julio Iglesias de la época, también podías perder las pelotas de un solo tiro, porque el padre de la muchacha a menudo estaba agazapado en lo alto de un alcornoque con unos prismáticos y un Winchester 97 siguiendo todos tus movimientos como si fueras el elefante del safari.

En los felices 20 yo todavía creía en el amor. Chicos y chicas oteaban el ganado en los bailes de salón, moviendo mucho los piececitos arriba y abajo. El paseo era en sí un ritual de cortejo, similar al del somormujo cuando quiere beneficiarse a la somormuja. Los aspirantes a novios se intercambiaban cartas, quizá no muy apasionadas, pero con cortesía de curia romana, que años después, si había matrimonio, garantizaba cierta durabilidad del proyecto, porque faltarse al respeto no era siquiera una posibilidad.

Y, en general, en los 20 los chicos competían, no en cepillarse trozos de ceja o en llevar los pantalones más caídos y enseñar más trozo gayumbil, sino en ser más galanes que los otros, especialmente con la moza que le hacía tilín tilín. Los caballeros ofrecían el brazo al caminar, abrían siempre la puerta a la dama, o la ayudaban a acomodarse el abrigo.

A veces me pregunto cuando perdimos toda esa riqueza de los años 20. Me lo pregunto solo hasta que escucho las letras de las canciones de reggaetón que fascinan y guían la vida romántica de las chicas hoy, y pienso que, no sé si fue antes el huevo o la gallina, pero la desaparición de los galanes debió producirse en paralelo a la extinción paulatina de aquellas damas.

Ahora es cuando todos, además de periodista, que ya es bastante afrenta, me llamarán viejuno. Y tendrán razón.

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