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Por qué Sánchez ordenó intervenir 200 centrales eléctricas para evitar otro apagón

El discurso oficial sigue prefiriendo cargar la responsabilidad en "males heredados", en la volatilidad internacional o la guerra de Ucrania.

Cada día nos sobresaltan noticias más propias de regímenes intervencionistas como el de Venezuela o China, pero en nuestra geografía. Hace poco, tocaba oír que el Ejecutivo había ordenado la intervención operativa de 200 centrales eléctricas para "evitar otro apagón". La medida, excepcional por definición, coloca bajo instrucciones directas de Red Eléctrica (Redeia) un número significativo de instalaciones de generación durante episodios de tensión en la red; no tensión en el buen sentido, sino en el malo, claro. El objetivo declarado es garantizar la continuidad del suministro. El problema de fondo, sin embargo, es que una actuación de este calibre evidencia un déficit de planificación, coordinación y comunicación que el Gobierno parece no querer explicar con la debida transparencia.

La intervención responde a miedos comprensibles en el consumidor: accionar un interruptor y que la luz no se encienda; sufrir un efecto cascada que paralice todo el país de nuevo, incluidos los servicios esenciales; no encontrar interlocutores que asuman responsabilidades, al más puro estilo covipandémico; y, además, enfrentarse a una avalancha de desinformación. La gestión gubernamental deja mucho que desear en España actualmente. La secuencia de anuncios, desmentidos y rectificaciones ha proyectado una imagen de improvisación que alimenta la incertidumbre, incluida la del propio presidente del Gobierno, cuya comunicación ha sido errática y técnicamente pobre. Aunque cierto es que, tal como está configurado el sistema, los políticos no necesitan credencial alguna para ejercer sus cargos (ni la ESO), por lo que cualquier cosa que hagan, aunque sea prepararse un café en una Nespresso, debería serles reconocida como mérito. Al César lo que es del César.

Volviendo al tema en cuestión, conviene recordar cómo funciona el sistema eléctrico. El operador del sistema de transporte (TSO), en España, Red Eléctrica, actúa como "director de orquesta": mantiene la frecuencia, coordina la oferta y la demanda y activa los servicios de ajuste que sean necesarios. Los distribuidores (DSO) y las compañías integradas, como Endesa o Iberdrola, son los "músicos" que ejecutan la partitura: distribuyen, operan sus redes y ponen a disposición sus centrales. Igual que en una orquesta, cuando una parte desafina, el director puede ordenar silencio, reprogramar o desconectar para preservar la estabilidad. Y, si la cosa se desmadra, el director los calla a todos y… ¡apagón!. La red no es estable o inestable por misma; la inestabilidad la provoca quien se conecta a ella bajo ciertas condiciones.

¿Por qué desafinan los músicos de la energía española?

El sistema español combina fuentes síncronas, es decir, cuyo control está en manos del hombre, como son la energía nuclear, el carbón, el gas y la hidroeléctrica, que aportan inercia y permiten un control fino de la frecuencia, conviviendo con otras fuentes asíncronas, que escapan del control humano, como la energía eólica y la solar, que dependen del recurso natural y requieren mecanismos más complejos para acoplarse a la red. La expansión acelerada de estas últimas, deseable por razones ambientales y de índole política, obliga a reforzar la red con mucha infraestructura muy cara (y por cierto, nada sostenible dada la cantidad de residuos contaminantes que se generan en su fabricación y desmantelamiento), como baterías de almacenamiento, condensadores síncronos, inversores "grid-forming", reservas rodantes y otros elementos y servicios. Si nadie invierte en desplegar esas piezas, la probabilidad de apagón crece. Y en España somos muy de banderita y pandereta, lo que ahora viene a simplificarse con la horrenda palabra "postureo", pero poco de soltar la guita en unos buenos cimientos e infraestructura "que no se ve". Por lo tanto, si vemos los baches de las autovías y las carencias en sanidad, educación y transportes, lo de la estabilización de la red eléctrica lo podemos dejar para la próxima legislatura, ya si eso…

En definitiva, el Gobierno ha presentado la intervención como una actuación quirúrgica, aunque yo lo llamaría un parche mal puesto. Y aún peor, sus efectos van más allá del corto plazo. Intervenir plantas a discreción reduce señales de mercado, eleva el riesgo regulatorio y desincentiva inversiones en flexibilidad y respaldo. Es, en esencia, el súmmum de la incoherencia entre perseguir los objetivos de la política energética y sostenibilidad y actuar a trancas y barrancas para que se te caigan los palos del sombrajo.

¿Y por qué nadie está contando esto?

La respuesta a este sinsentido está en la arquitectura de gobernanza. Redeia cuenta con un 20% de participación pública, vía la SEPI, su mayor accionista. En definitiva, aunque sea una empresa privada, está bajo el control del gobierno. Y la política energética de Sánchez, más verde que el moho de las cloacas, ha situado al operador ante un dilema: necesita exigir disciplina a unos "músicos" que desafinan, pero que han sido condicionados por mantras integristas contra las nucleares y a favor de las renovables, incluso aunque la Unión Europea ya haya declarado la nuclear como energía verde, es decir con muy bajas emisiones de CO2, aunque no sea renovable.

El discurso oficial sigue prefiriendo cargar la responsabilidad en "males heredados", en la volatilidad internacional, en la guerra de Ucrania y en lo que haga falta. La liberalización del mercado eléctrico no es, por sí sola, sinónimo de caos. Ha generado un escenario mucho más complejo, es cierto. Pero el caos aparece cuando se liberaliza sin reglas coherentes, sin una planificación de redes vinculante y sin una asignación clara de responsabilidades en materia de seguridad de suministro. Una regla de oro que más de uno debería aprender es que primero hay que asegurarse de que se resuelve la tarea y después, solo después, colocar a tu amigo a hacer el trabajo.

Tampoco vale como coartada la transición ecológica. La Unión Europea ha reconocido la energía nuclear en su taxonomía verde y Estados Unidos está explorando reactores modulares de pequeña escala en entornos urbanos e industriales. España puede sostener un debate propio, pero necesita una hoja de ruta técnica, verificable y con plazos realistas, coordinada con el resto del mundo civilizado. No más venezuelas, por favor.

¿Qué debería haber hecho el Gobierno?

Primero, publicar un informe técnico completo sobre las causas y la probabilidad de nuevos eventos, con datos de frecuencia, reservas, indisponibilidades y fallos de protección. Segundo, fijar un plan de actuaciones con presupuesto y cronograma: refuerzos de red, almacenamiento, contratación de potencia firme y requisitos de inercia e inercia sintética. Tercero, rediseñar los mercados de servicios de ajuste para retribuir la flexibilidad allí donde realmente aporta valor. Cuarto, ordenar la comunicación: un único portavoz técnico, mensajes precisos y actualizaciones regulares para contener la desinformación.

Intervenir 200 centrales puede evitar el apagón de mañana, pero no resuelve el riesgo sistémico ni restituye la confianza. La confianza se gana con claridad de objetivos, responsabilidad por las decisiones y ejecución impecable. Si el Gobierno aspira a una red moderna, segura y descarbonizada, debe conducir la transición con ingeniería y gobernanza, no con sobresaltos. La electricidad es un servicio esencial; requiere menos épica y más método. Aunque, sinceramente, a estas alturas, no sé si alguien puede llegar a saber a qué aspira este gobierno.

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