Las relaciones de la sociedad con el mundo científico y técnico siempre han sido complejas y difíciles de analizar. El estudio de esas relaciones, a veces oscuras y contradictorias entre el público en general y los cultivadores de la ciencia en particular, ha sido la gran tarea de la historia entera de la filosofía y de las ciencias; en las últimas décadas, algunos de los más inteligentes cultivadores de esos saberes filosóficos y científicos nos han aclarado, después de un largo y dramático debate sobre la crisis de las ciencias que comenzó a principios del siglo XX y aún no ha terminado, que uno de los problemas más graves del desarrollo científico-técnico reside en su carencia de legitimidad, o mejor dicho, la crisis de la ciencia es de tal magnitud que la sociedad le da la espalda para refugiarse en viejas y nuevas mitologías.
Son muchas las corrientes civilizadoras de nuestra época que han puesto en evidencia los límites inmanentes del proceso de desencantamiento del mundo, por decirlo en términos weberianos, impuesto por la ciencia. Las quiebras y limitaciones de la racionalidad científico-instrumental habrían conducido a grandes sectores de la población occidental a un desencantamiento de aquello que pretendía desencantarlos. Es obvio que la radicalización de esa crítica pondría en cuestión toda una civilización basada en la racionalidad científica. El logos se habría convertido en mito.
La cuestión ahora es cómo recuperar la racionalidad pérdida. Las reacciones a esta crítica, que van más allá del desprecio romántico a la ciencia, han sido múltiples y diversas, pero, desde el campo de los propios científicos, es menester destacar todos aquellos modelos científicos basados en la autocrítica de la misma ciencia. Es digno de ser narrado por los mejores novelistas y cineastas ese proceso de reconocimiento de culpa de los científicos de nuestra época. En efecto, cuando los científicos se han percatado de que los peligros de la civilización no sólo proceden de la imprevisible y caótica naturaleza, sino también de los riesgos y consecuencias paralelas no previstas por el mundo científico-técnico, han tenido que salir a la calle para explicar que su saber es falible, contingente y cambiante.
En verdad, la autocrítica del investigador es ejemplar: por un lado, reconoce el pecado de infalibilidad en que cayó un saber que nació como falible, la ciencia, y por otro pide ayuda a la sociedad para proseguir su tarea. Es imposible el desarrollo científico-técnico sin vincularlo a los fines, más o menos racionales, de las sociedades democráticas. La alternativa es sencilla: o ciencia, política y vida están estrechamente vinculadas o sólo nos cabe esperar el fracaso de una sociedad. El científico no sólo es consciente de los límites de su saber, sino que sale a la calle a exponerlo para la discusión pública, y, sobre todo, solicita ayuda a sus conciudadanos para que participe en el desarrollo científico. En esta paradójica y crucial circunstancia de la historia de la ciencia se celebra la Noche de los investigadores, cuyo objetivo más inmediato es acercar la figura del investigador a los ciudadanos para que conozca su trabajo y los beneficios que aporta a la sociedad.
El 26 de septiembre tuvo lugar en diferentes ciudades de España y Europa este acercamiento entre ciencia y sociedad. A través de múltiples actividades, destinadas a todo tipo de públicos, se trata de fomentar la investigación y promover el espíritu crítico contra las miles de mitologías que emergen todos los días a nuestro alrededor. Este proyecto de divulgación científica enmarcado en Horizonte 2020, un Programa Marco de Investigación e Innovación de la UE, intenta no sólo acercar la investigación a la sociedad, sino que trata de fomentar vocaciones científicas y el espíritu emprendedor en las futuras generaciones. Las actividades programadas abarcaron casi todos los temas que uno pueda imaginar, que iban desde el tratamiento de aguas residuales hasta cuestiones de nutrición, pasando por todo lo que acucian al ser humano para remediar el dolor.
Loable por muchas razones es esta Noche de los investigadores, mas la primera y quizá decisiva es, a mi juicio, la responsabilidad que exhiben cientos de jóvenes investigadores saliendo a la esfera pública para participar activamente en dar a conocer no sólo su sabiduría y sus técnicas, sino también las dificultades por las que atraviesa la investigación en España. Tomando pie en estas actividades de la noche de la ciencia, se han hecho algunas movilizaciones de protesta por la situación de la investigación en España dignas de ser resaltadas; por ejemplo, un comunicado, titulado Carta de la ciencia, firmado por un colectivo de investigadores nos recuerda que, en los últimos cinco años, han descendido un 36 por ciento los recursos destinados a la ciencia, dando lugar al "abandono o mantenimiento precario de líneas de investigación y la pérdida de un capital humano irreemplazable a lo largo de este período".
Y es que la situación de la ciencia, en todos sus ámbitos, siempre fue uno de los principales problemas de España. Acaso por eso, por nuestra triste historia científica, si hoy comparamos la situación de la ciencia en España con la del pasado, tendríamos que adoptar una actitud más optimista que la expresada en los actos de protesta por nuestros jóvenes investigadores. De todos modos, no seré yo quien caiga en triunfalismo alguno; por el contrario, propongo que para tomarnos en serio el futuro de nuestra investigación empecemos por estudiar nuestro pasado científico, quizá nos sirva para entender el presente y acaso también para dar u nuevo impulso hacia el futuro. Por cierto que la historia crítica de nuestro pasado científico, dicho sea en honor a la verdad, está al alcance de cualquier que tenga ganas de leer. Más aún, diría que España es uno de los pocos países de Europa que ya en el siglo XIX tenía una obra crítica sobre la historia de la ciencia en España. A pesar de sus muchos defectos y límites, esa obra aún se mantiene viva, me refiero al celebérrimo libro del sabio Marcelino Menéndez Pelayo titulado La ciencia española. Este libro fue el punto de partida, nunca solución, de uno de los debates intelectuales más importantes que se han dado en la historia de España y del que todavía quedan muchos cabos sueltos. Pero de eso, querido amigo, escribimos otro día.
Del 3 al 16 de noviembre se celebrará en Madrid la Semana de la Ciencia.
