
Era el verano de 1992 y mi abuelo tenía en su mesilla el Manual del ecologista coñazo. Leía en el salón y escuchaba sus carcajadas mientras me entretenía en algún cómic. Aquel verano metí el libro en la maleta y fue mi primer contacto con el humor de Alfonso Ussía. Me duró pocas noches porque, bajo la luz de la pequeña habitación de nuestra casa de Ribadeo, en la niñez de aquel agosto, ensayaba insomnios para la vida adulta con el estimulante de la literatura sonriente. A la vuelta del verano me hice con el Tratado de las buenas maneras, y fui año tras año completando mi biblioteca de la risa con todo lo que publicaba Alfonso Ussía.
En las clases de Lengua o Literatura de 2º de BUP, don Carlos, el profesor del Colegio Peñarredonda de La Coruña, quiso entretenernos una vez a la semana con la lectura del Tratado de las buenas maneras. No recuerdo si el propósito era que aprendiéramos vocabulario con un texto divertido, o si consideraba que éramos un repugnante atajo de cursis. Había división de opiniones. A unos nos encantaba la idea, pero otros se dormían al instante sobre sus pupitres; si bien, en descargo del autor de diminutas orejas, diré que no ayudaba el hecho de que fuera la primera clase de la tarde, justo después de comer, y que a don Carlos Dios no lo había bendecido precisamente con la voz más estimulante de la radio española.
Fue la literatura de Ussía, desde niño, un divertimento y una inspiración. Siempre he sido un lector anárquico. Completaba mis lecturas de adolescencia con los clásicos del humor, las antologías de artículos de actualidad y costumbres, y todo lo que caía en mis manos que viniera firmado por Wodehouse, Dave Barry o P. J. O'Rourke.Después me entregué a las más densas obras de filosofía y me volví más loco de lo que ya estaba, pero esa es otra historia.
Entre las simas, promontorios y precipicios de la vida, he tenido la suerte de conocer a casi toda la gente que he admirado, si descontamos a aquellos que ya habían muerto cuando yo solté mi primer piropo a la enfermera en el paritorio. A Alfonso Ussía también. Nos conocimos en los años en que compartía programa coñón con mi compadre Javier Quero en Intereconomía, y guardo un entrañable recuerdo del aluvión de anécdotas que entrelaza en cada charla, aunque ahora sea más difícil brindar desde su descansada vida en su refugio montañés.
Hace días, buceando en el archivo de Televisión Española, caí en un programa que presentaba Jesús Hermida. Se llamaba Su turno, y cinco o seis personajes, sentados unos frente a otros, debatían en dos grupos sobre asuntos de actualidad ochentera. El episodio de aquel día trataba sobre los tacos en televisión, si debían censurarse o no, y un jovencísimo Ussía se había situado en el lado de evitar las palabrotas, si bien entre pitillo y pitillo –¡qué televisión libre aquella!- solía descojonarse de sus propios argumentos. En frente tenía al gran Manuel Summers, padre de David, al que Ussía acusaba con sorna de abusar de los tacos en cine y televisión. Summers, lejos de negarlo, matizaba: "Yo digo palabrotas, pero las digo con educación, que es como hay que decirlas". Nadie pudo rebatir la genialidad.
Ussía es todo educación. En una ocasión Josema y Millán lo llevaron al programa para que explicase con un caso práctico cómo debe comerse el marisco según mandan las buenas maneras. Los muy cabrones le pusieron una langosta tan inmensa que no cabía en el plato. Ussía predicaba sobre emplear las manos con naturalidad, cuando un camarero trajo al bicho, que imagino que debió venir con orden de extradición. En la tentativa de descabezar la langosta, se escuchó un fuerte crujido, y aún a día de hoy no tengo claro si fue el desnucamiento del crustáceo o la ruptura de la muñeca del célebre escritor, que en todo caso continuó con naturalidad, ignorando las llamadas de auxilio de la langosta.
Una vez, de pura admiración, le pedí un prólogo y, como no quería hacerlo y tampoco decirme que no, su exquisita educación le llevó a asegurarme a diario "mañana lo tienes" durante cerca de un año, incluso cuando ya estaba mi libro en las librerías, aquel que llevaba divertidas ilustraciones del genial Íñigo Navarro Dávila y un epílogo de mi añorado Víctor de la Serna. Si el libro no hubiera salido, quizá hoy todavía estaría asegurando que mañana mismo me lo entregaba. Un caballero, ante todo.
Alfonso Ussía, al que aún tenemos la suerte de poder leer a diario en El Debate, es uno de los últimos tesoros de la gran generación del humor entre dos siglos. Se fue su amigo Mingote, también Tip, los grandes de La Codorniz, y tantos que hicieron del humor, inocente y malvado a la vez, la chispa del ingenio, el surrealismo, moldeando el carácter del cachondeo nacional, y haciendo, por cierto, un gran servicio a la difusión popular de las ideas de España, la nación y la libertad.
Ahora la Comunidad de Madrid le ha otorgado su Premio de Cultura en Literatura, y me alegro, porque resulta extenuante el ostracismo al que la España institucional somete a los talentos veteranos que renuncian a llevar el carnet de partido en la boca. A cambio, nadie podrá objetarle a mi querido Alfonso no haber sido un autor libérrimo durante toda su trayectoria. Desde Setién hasta hoy.
