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Crítica de la película 'Falcon Lake', el romance adolescente que coquetea con el terror

Falcon Lake se estrena en cines españoles el 22 de septiembre.

Falcon Lake se estrena en cines españoles el 22 de septiembre.
Falcon Lake. | Flamingo Films

Escribió Stephen King en Mi bonito pony, uno de los relatos más extraños de Pesadillas y alucinaciones, que el tiempo va poco menos que acortándose según uno envejece. Cuando se es un niño, los veranos parecen eternos, y cuando uno llega a la vejez todo parece precipitarse según la memoria se emborrona.

Como una conjunción de Cuenta conmigo, adaptación precisamente de ese autor, y la más romántica y afable Mi chica, solo que pasada por el tamiz del cine festivalero europeo (un olor que ciertamente echa atrás en un primer instante) se presenta la francocanadiense Falcon Lake, adaptación de la novela gráfica Une soeur, de Bastien Vivès, en la que la debutante directora Charlotte Le Bon pinta el primer amor veraniego de dos preadolescentes con inquietantes pinceladas sobrenaturales.

Pronto las reservas se diluyen como el tiempo según se envejece. Si uno entra en la película de Le Bon, la actriz convertida en directora consigue hacer fácil lo difícil, presentando a modo de crónica la relación difusa pero apasionada de dos chicos en un entorno natural pintoresco y envidiable. Le Bon hace una película de sensaciones, y desde ahí lleva el convencional relato de maduración hacia territorios extraños y difíciles de acotar. Lo inquietante se agazapa tras la placidez de sus paisajes igual que el sexo y la muerte van de la mano como pulsiones básicas humanas, y se hermanan de maneras extrañas e insondables: hay una película de terror anidada detrás de sus imágenes que parece querer salir de detrás de la puerta en cualquier momento y echarnos un buen bocado.

Por eso, Falcon Lake es una película que se mueve en sus propios márgenes. Es un amor de verano, pero su mirada a las pasiones juveniles resulta tan desapegada como mágica. Haría buena pareja, en cierto modo, con A Ghost Story, de David Lowery, en un melancólico, tétrico e hipotético programa doble. No puede ser casualidad que Chloé, la irresistible adolescente por la que Bastien bebe los vientos, cubra su cuerpo con una sábana como en la película de Lowery.

La melancolía del final de verano, lo episódico de la vida y del amor, es un concepto que marida extraordinariamente bien con el imaginario mórbido de un relato gótico. Vestido, eso sí, de amor pubescente estival en una película que, eso sí, no es para todos ni quiere serlo. Sus protagonistas no piden permiso o excusas por ser chavales, su conducta errática parece detener el relato (nada pasa en verano, al fin y al cabo) y su desenlace resulta tan tremebundo como poético. Una película donde, extrañamente, uno querría quedarse a vivir.

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