
Que El Reino Animal anuncie su paso por la sección Un Certain Regard confunde hasta cierto punto. Porque las ambiciones de la película de Thomas Cailley, pese a su evidente afán metafórico, funcionan mejor cuando la vivimos desde un punto de vista más, si se quiere decir así, emocional y lúdico.
La película que protagonizan los populares Romain Duris y Adèle Exarchopoulos (y un excelente Paul Kircher) nos presenta a la sociedad francesa tratando de asimilar las primeras mutaciones de humanos en animales. Todo lo viviremos, no obstante, desde la perspectiva de la familia Marindaze, que acaba de perder -por decirlo así- a su madre, convertida en bestia en virtud de esta cadena de transformaciones.
Cailley utiliza esta propuesta de ciencia ficción para abordar un pretexto digno de X-Men (o, por qué no, Razas de Noche) bajo el paraguas de una serie como la excelente The Leftovers. El drama da el tono a una historia de elementos aventureros y fantásticos que trata de sostener una alegoría social un tanto difusa por abierta a interpretaciones. En todo caso, el filme busca una catarsis colectiva sin llegar a sermonear al espectador con causas sociales, desechando de paso parábolas ecologistas de corto alcance, porque paralelismos los admite todos. Estamos ante uno de esos ejemplos en los que la fantasía permite cabalgar al mensaje social con total comodidad, hasta el punto de uno desearía una perspectiva incluso más soñadora del invento.
La búsqueda de la madre en el bosque resulta en todo caso un punto de partida bienvenido para contar una historia emocional. El Reino Animal está contada, no obstante, de una manera que no acaba de decidirse entre la gravedad y lo lúdico, y eso le resta poesía al invento. Sí es, afortunadamente, una película que arroja preguntas de todo tipo y pese a esa severidad en la puesta en escena de Cailley -que apuesta por una fotografía realista y ciertas pretensiones de prestigio- consigue conservar cierto encanto.
La película va ganando sentimiento según se adentra en el cuento de hadas, hasta el punto de que hubiera entrado perfectamente en la mitología de la factoría Amblin de hace un par de décadas. Pese a sus dudas y desequilibrios, que casi se diría resultan coherentes ante una película que se pregunta si separar equivale a convivir, El Reino Animal se disfruta como una aportación de buen cine comercial europeo.

