
En el momento en el que Yoji Yamada estampa el título Una madre de Tokio en su película la cámara apunta a un puente que une los grandes rascacielos de Tokio con el pintoresco barrio popular donde se reunirá la familia protagonista. Y con ese gesto sencillo y amable, el veteranísimo director de la trilogía de Tokio ya ha presentado a esa encantadora madre encarnada por Sayuri Yoshinaga como el nexo de unión entre varias generaciones de una familia rota en medio del síndrome "burning out" que afecta al marido divorciado, padre irresponsable e hijo distante que nos narra la historia.
El protagonista, que se refugia en casa de su madre cuando su trabajo como jefe de recursos humanos de una gran empresa corre peligro, vuelve a conectar con sus orígenes, su madre y con su propia hija. Por el camino, Yamada va desplegando un dramedy de maneras puramente niponas donde reflexiona sobre la cultura del éxito pero, sobre todo, expone unas notas extraordinariamente precisas sobre la caridad, la ayuda y la filantropía en el contexto de una sociedad cínica como única salida al túnel al que nos enfrentamos.
Lo hace sutilmente, sin adoctrinar, mientras va tejiendo la historia individual de cada uno de los habitantes de la casa. Distintas facetas de ayuda (ya sea en las condiciones laborales, ya sea aplicada a la mendicidad) se van entrelazando paralelamente sin discursos, a medida que los personajes se ven atrapados en esta crisis que también es una nueva oportunidad y en la que Yamada aprovecha para narrar una historia y distribuir hábilmente varios momentos humorísticos y tiernamente patéticos.
Una madre de Tokio hace todo esto privilegiando el humor sobre el drama, con una franqueza y calidez que casi nunca resultan cursis. Resulta un film convencional y sencillo, también un tanto superficial, pero extraordinariamente agradable y seguro de sí mismo a la hora de presentar una visión de la felicidad poco habitual en Occidente.

