'Estado Eléctrico', la película más cara de Netflix fracasa en lo fundamental
Estado Eléctrico, ya disponible en Netflix, es una vistosa película de aventuras y ciencia ficción para toda la familia.
La nueva superproducción de Netflix de los hermanos Russo, ahora mismo enfrascados en las nuevas secuelas de Vengadores, invoca su tesis sentimental ya desde su primera secuencia: ese estado eléctrico invisible pero universal que parece unir a todas las criaturas vivas, sean de carne… o metal. Basándose en el libro de Simon Stalenhag, creador de las igualmente sentimentales imágenes retrofuturistas de Historias del bucle, los Russo utilizan ese prometedor material para realizar su propia versión de una película Amblin: un espectáculo de aventuras familiar que busca ser tierno y conmovedor al tiempo que se reivindica como una válida fábula de ciencia ficción de los roces entre la vida artificial y la realidad.
El problema de Estado Eléctrico, que algunas fuentes presupuestan en unos astronómicos 320 millones de dólares, es que la inseguridad narrativa de los Russo, que ha sido evidente en todas y cada una de las ocasiones en la que los hermanos han trabajado fuera de Marvel y el férreo control de su productor Kevin Feige, aleja su enorme apuesta de cualquier cosa que, en tiempos de Amblin, habrían rodado Robert Zemeckis, Brad Silberling o cualquier realizador que haya estado a las órdenes de la productora de Spielberg.
El resultado es una película entretenida pero obvia en su voluntad de poner delante del espectador su "tema", anulando cualquier interpretación o analogía y, en definitiva, encerrando su película en el marco de su televisión de sesenta pulgadas. Su ucronía de unos Estados Unidos de los años 80 repletos de robots (inmigrantes, quizá, que viven al otro lado de un muro) permite a los Russo beber de la estética nostálgica de aquellos años para así satisfacer a los espectadores cuarentones, pero a la vez sumar una moraleja sobre lo artificial que, paradójicamente, ellos mismos no parecen comprender. Aun dejando de lado toda alegoría política para centrarse en lo sentimental, Estado eléctrico plantea rematadamente mal la relación entre dos hermanos, ella humana y él robot, que clama por soleares ser el centro neurálgico del largometraje. No hay, de hecho, relación alguna entre la diva Millie Bobby Brown y su pariente de metal, haciendo que uno se pregunte de qué demonios va Estado eléctrico al margen del desfile de criaturas y escenarios semi apocalípticos. Quizá la obra, como la supuesta criatura, sea solo un recipiente de metal.
Una vez asumida la herida de muerte del film, que Estado Eléctrico falla en lo único que tenía que hacer bien, lo cierto es que la fábula de los hermanos Russo se desenvuelve de manera entretenida. Nada del fin del cine, tal y como se ha dicho, solo una odisea fallida con pocas aptitudes narrativas al margen del puro espectáculo que no aburre al espectador. Pero este existe: los efectos visuales son vistosos; la simpatía de Chris Pratt, actor que parece llamado para esos quehaceres, resulta indiscutible; el nostálgico diseño de producción resulta cálido y agradable. Pero el centro neurálgico y sentimental del film, precisamente aquel que habrían clavado Zemeckis, Spielberg o, incluso las Wachowski, literalmente no interesa nada a los Russo. Poco importa, pues, que algún personaje principal se apellide Bradbury o la estimulante música de Alan Silvestri, precisamente un músico de referencia para aquellas películas a las que imitan: lo que hacen los Russo con su desfile de medios es ir enterrando progresivamente su película según transcurre.
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