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Enrique Martínez Ruiz: "Felipe II fue una figura abismal. Todavía hoy sigue lastrado por su leyenda negra"

El catedrático de historia moderna publica Felipe II: El hombre, el rey, el mito, uno de los trabajos más ambiciosos sobre la figura del rey prudente.

Relata Enrique Martínez Ruiz que hace años, aprovechando el haber coincidido en un acto con el "añorado maestro don Manuel Fernández Álvarez", se atrevió a calificar a Felipe II como una figura "abismal". La mirada que le devolvió don Manuel, "tan impresionante como su silencio", le movieron a explicarse, pero la cosa continuó su marcha y una sensación extraña se quedó incrustada en su paladar. Con el paso del tiempo, a medida que la figura del rey prudente volvía a aparecer intermitentemente en sus investigaciones, aquel aroma le invadía de nuevo en cada ocasión. Ahora, tanto tiempo después, ha escrito un libro movido por aquella lejana experiencia. Felipe II: El hombre, el rey, el mito (La Esfera de los Libros) se convierte así en uno de los trabajos más ambiciosos que se han centrado en la figura del hijo de Carlos V. Cree Martínez Ruiz que, con él, al fin ha conseguido explicar aquella expresión —"abismal"— que utilizó para describirle. "Evidentemente, no voy a pedir que se comparta mi opinión", escribe en el epílogo. "Me daría por satisfecho si el lector, al terminar de leer este libro, llega a la conclusión de que comprende mejor la figura de Felipe II que antes de su lectura". Para que se explique una vez más, hablamos con él:

Pregunta: ¿Es posible rescatar al hombre que hay detrás de todo personaje histórico?

Respuesta: Eso depende de los testimonios que hayan quedado de él. En el caso de Felipe II, por ejemplo, sí que hay muchísimos. Es una figura muy singular, no solamente de la historia de España, sino de la historia universal. Ya en su época acaparó las miradas de todos los rincones del planeta. Otros casos son distintos. Es verdad que hay personajes que destacan por una serie de acontecimientos aislados: gestiones acertadas en momentos concretos, batallas ganadas, derrotas bochornosas… cosas así. Son recordados por eso y han generado una leyenda que dificulta que podamos acercarnos en profundidad a ellos. De otros, sin embargo, tenemos tantas referencias que es más sencillo hacernos una idea.

P: Pero usted mismo señala que ni siquiera Felipe II, del que se sabe tanto, se salva de su mito. En el libro se adentra tanto en su leyenda negra como en su leyenda áurea. ¿Se le conoce realmente?

R: Bueno, lo que pasa es que su leyenda negra creó unas imágenes que tienen muchísima fuerza, claro. Entraron fácilmente en el imaginario popular europeo. Sobre todo, como es lógico, en los países que eran enemigos de España en aquel momento. Lo llamativo es que luego, andando el tiempo, los propios españoles llegamos a aceptarlas como verdaderas. Eso ocurre porque gran parte de nuestra historia nos la han escrito los extranjeros. Nosotros no hemos solido tener la capacidad de elaborarla por nuestra cuenta. Pero es que además, cuando lo hemos hecho, tampoco nos la hemos creído. La hemos tratado siempre como si fuese una historia menor en comparación con la que nos llega de otros lugares. Precisamente por eso es por lo que la leyenda negra ha tenido tanta fortuna y se ha mantenido durante tanto tiempo. Por otro lado, lo que yo llamo la leyenda áurea, o lo que de una manera más general se conoce como leyenda rosa, no ha sido nunca tan afortunada. Jamás ha sido capaz de crear imágenes tan perdurables. Se ha focalizado siempre mucho en la figura del rey, nada más. La leyenda negra no. Una parte importante de la leyenda negra de Felipe II terminó contagiando a la imagen de todos los españoles, que eran vistos como reflejos de su monarca.

P: También aclara que ambas leyendas se diferencian de los mitos porque se sostienen en acontecimientos reales. ¿Cuál de las dos se ajusta más a la realidad?

R: Hombre, eso es algo que entra dentro del plano de la opinión personal. Ambas son exageraciones o clichés. La diferencia primordial entre ellas, sin embargo, es lo que te acabo de decir. La áurea se aquilató sólo a raíz de su muerte. Y tuvo poco eco posterior. Algunos cronistas hablaron de sus virtudes y cualidades. Lo dejó escrito Lorenzo van der Hammen, por ejemplo, en su libro sobre el rey publicado en 1625. Y también Baltasar Porreño, en 1628. Todo se encuadra dentro del reinado de Felipe IV, cuando la política de Olivares se encontraba mirando al pasado para imitar la grandeza, precisamente, del reinado de Felipe II. Lo que pasa es que lo que resaltan esos libros son cuestiones metidas con calzador. Son publicaciones que no justifican realmente toda la exaltación exagerada que hacen de la figura de Felipe II. Con la leyenda negra, por otro lado, ocurrió otra cosa diferente. Terminó extendiéndose más allá de la propia figura del rey. En el siglo XVII, como consecuencia de la declaración de guerra de Francia, el foco ya no era Felipe II, sino los propios españoles, sus herederos.

P: ¿Y hasta qué punto cree usted que es realmente atípico que seamos los propios españoles, como usted dice, los que nos hemos terminado creyendo nuestra leyenda negra?

R: Es algo particular, desde luego. Pero ocurre. Desde mi punto de vista tuvo una relevancia primordial la propaganda inglesa. Sobre todo a raíz de la "Armada Invencible", como la llaman ellos —nosotros la bautizamos como la Gran Armada—. Es bastante evidente que supieron utilizar ese episodio y magnificarlo a favor de sus intereses. No hay más que ver el fracaso de la que enviaron ellos contra España justo después, que era bastante más grande y que fracasó estrepitosamente, pero de la que nadie habla, sin embargo.

P: Acaba de publicarse un libro sobre el asunto, tengo entendido. He de reconocer que es un episodio de la historia que se me escapa bastante.

R: Claro. Lo que ocurrió fue que después del fracaso de la Gran Armada española los buques ingleses se mantuvieron a la espera durante tres meses, temerosos de que los supervivientes regresasen. Pasado ese tiempo, cuando se convencieron de que ya no había peligro, organizaron lo que ahora empieza a conocerse como la Contra Armada inglesa. Con ella fueron a Santander, pero al ver que ese era el puerto en el que se habían refugiado la mayoría de los navíos españoles recientemente derrotados prefirieron cambiar de destino y dirigirse a La Coruña. Allí desembarcaron y fueron rechazados, con enormes pérdidas además, cosechando una derrota apabullante. Antes de regresar, eso sí, se desquitaron mínimamente con pequeños éxitos en Vigo y pusieron rumbo a las Azores, con la esperanza de alcanzar a la flota de Indias. Lo que pasa es que allí también fueron derrotados. Sólo consiguieron otro pequeño éxito en una isla del archipiélago de Madeira, ni siquiera de las Azores. Terminaron volviendo a Inglaterra habiendo fracasado estrepitosamente en todos los sentidos, tanto a nivel económico —la empresa había sido financiada con capital privado mayoritariamente— como militar. Bueno, pues ese episodio bochornoso fue tapado por su propaganda. Durante ese periodo trabajaron extraordinariamente bien magnificando la derrota de la Gran Armada española y silenciando la suya, subrayando además una serie de elementos en los que la ficción era más importante que la realidad. Pero les dio resultado. Consiguieron que su versión de los hechos se difundiese por toda Europa. Tanto es así que nos lo creímos hasta nosotros. Desde entonces parece como si después de la "Armada Invencible" ya no existiese historia naval en España. Pero las armadas españolas mantuvieron el imperio hasta finales del siglo XVIII. Es algo increíble. Si nos atenemos a los hechos, esa visión catastrofista no se sostiene.

P: Tengo la sensación de que los españoles tendemos a ser reacios con la leyenda negra porque nos parece que ese tipo de batallas de propaganda las han sufrido todos los grandes imperios a lo largo de la historia y no queremos pecar de victimismo. Sin embargo, usted sostiene en el libro que sí que se puede decir que Felipe II cosechó "una oposición tan intensa y generalizada como no se había visto en otra ocasión". ¿A qué se refiere exactamente?

R: Bueno, es que Felipe II gobernó en el territorio más vasto que se había visto hasta entonces. Además, hay que entender que la hegemonía española ha sido de las que más han perdurado en la historia universal. Es difícil encontrar un parangón similar. Tal vez la hegemonía británica, que se alargó desde finales del XVIII hasta comienzos del XX. De todas formas estamos hablando de doscientos años, más o menos, mientras que la española duró cerca de tres siglos y medio. Más allá de eso, es cierto eso que dices: toda potencia hegemónica ha suscitado siempre una oposición y una activa propaganda en contra. La suscitó Luis XIV y la suscitaron los estadounidenses hace cuatro décadas. Pero mi opinión es que la leyenda negra española ha durado mucho más porque la hegemonía del imperio también duró bastante más que el resto. Todo arrancó en Italia, primero contra catalanes y después contra castellanos; se incrementó con la aportación holandesa durante sus años de lucha contra la presencia española; después los ingleses también se unieron y, sobre todo a partir de la guerra con los franceses en el siglo XVII, terminó de asentarse definitivamente gracias al empuje de los libelos en contra de España que se extendieron por todo el continente.

P: Me sorprende que no le dé más relevancia a la hegemonía francesa. Habla de Luis XIV, pero también en tiempos de Napoleón los franceses tuvieron en jaque a medio mundo. ¿Cómo es que no gozan de una leyenda negra comparable a la española?

R: Porque duró muy poco. La aventura napoleónica abarca poco más de quince años. Después, además, allí regresó la monarquía y se encargó de anular por todos los medios lo pernicioso que pudiese representar su figura. Es cierto que hay cosas que no podían revertirse. Muchos de los códigos con los que funcionó Europa a lo largo del siglo XIX fueron una invención de Napoleón. Incluso el hecho de que ahora todos circulemos por la derecha se lo debemos a él. Pero más allá de eso, para muchos de los países que estuvieron bajo el imperio napoleónico la cosa fue flor de un día. La opresión de Napoleón no llegó a ser tan aplastante como para dar lugar a una reacción continuada. ¿Dónde cuajó más? Pues en aquellos países que tenían tras de sí una trayectoria de división. Es el caso de Italia o de los Países Bajos. En otros no. Napoleón no logró dominar Prusia, ni Polonia como tal, ni Rusia; y aquí en España lo que consiguió fue desatar una guerra de seis años tras los cuales no quedó el más mínimo recuerdo trascendente de su influencia. Creo que esa es la clave por la que no suscitó una oposición comparable a la de Felipe II.

P: Otra cosa. Usted estudia en el libro la evolución de la imagen de Felipe II y recalca que a finales del siglo XVIII y durante todo el XIX varios autores lo presentan casi como un ser diabólico. Una teoría extendida es que la lucha contra el español fue muy utilizada en el siglo de los nacionalismos para afianzar la cohesión patriótica de diversas naciones nacientes. ¿Afectó de alguna forma esa imagen al desarrollo de la propia nación española?

R: No demasiado, la verdad. Después de los Austrias llegaron los Borbones y establecieron su propio sistema estatal, más centralizado, añadiendo elementos nuevos al desarrollo español. Nuestro siglo XIX está marcado por una serie de guerras civiles entre bandos que se aglutinan alrededor de dos concepciones distintas de la nación, pero creo que en esa dinámica no caló tanto la herencia de los Austrias. Evidentemente existieron una serie de escritores liberales que repudiaron todo signo absolutista y que rechazaron de lleno lo que representaba para ellos la España de los siglos XVI y XVII, tan cerrada y monolítica. Pero por aquel entonces la monarquía hacía tiempo que había cambiado y los retos a los que se enfrentaba la sociedad española eran otros. Ahora, que la reacción contra lo que significó España sirviera para fortalecer la conciencia nacional de determinados pensadores, políticos y escritores que quisieron influir en el desarrollo de sus propias naciones, creo que no hay duda. Fue así. La prueba más evidente está en América, con los movimientos independentistas de las antiguas colonias españolas. La crítica a España entonces, en casi todos los ambientes, fue feroz. Y se ha mantenido hasta una época muy reciente, además. Yo mismo me he encontrado un antiespañolismo muy marcado en hispanoamérica a lo largo de mi vida; muchas veces aglutinado en torno a diversos ambientes indígenas. Es curioso que sea así, cuando resulta que si el indigenismo se mantuvo en territorio español fue porque sus políticas no tuvieron nada que ver con las del resto de potencias en el norte. De todas formas es algo explicable. En la afirmación de sí mismos, esos países nacientes tuvieron que encontrar un elemento extraño al que combatir, para cohesionarse todos en contra de un enemigo común. En ese sentido, España ha jugado un papel importante en el fortalecimiento de otros nacionalismos, no hay duda. Tanto en la Europa del siglo XIX como en la América de los siglos XIX y XX.

P: Teniendo en cuenta que la hegemonía española duró tanto, ¿por qué se ha centrado exclusivamente en la figura de Felipe II?

R: Bueno, la verdad es que mi labor de investigador se inició precisamente con él. Mi memoria de licenciatura se centró en Sancho Dávila y las campañas del duque de Alba en Flandes. Desde entonces el reinado de Felipe II ha sido una especie de Guadiana en mis investigaciones. A lo largo de mi vida profesional he ido publicando trabajos sobre él. La razón es bastante sencilla y no tiene demasiado misterio: Felipe II posee una serie de elementos que me atraen enormemente. Primero, es uno de los reyes que más tiempo ha estado en el trono español, solamente comparable con Felipe IV y con Felipe V. Pero es que además no se limitó a ostentar la corona, sino que también gobernó. Fue un monarca que controló minuciosamente la situación de todos sus dominios, tan extensos como eran, sin delegar prácticamente en nadie sus responsabilidades. A diferencia de él, Felipe IV le dejó la tarea de gobernar al conde-duque de Olivares, primero, y a don Luis de Haro después. Felipe II, por su parte, mantuvo el imperio y fue capaz de ensanchar sus territorios. Eso lo hace atractivo también. Aunque con eso no quiero menospreciar a otros, eh. Volvemos a lo de siempre. El carácter español es muy propenso a autoflagelarse. Claro, cuando desaparecieron las grandes empresas del siglo XVI y comenzaron a surgir algunas derrotas en el XVII se generó también una literatura que se dedicó a rasgarse las vestiduras. En muchos aspectos llevó razón, no digo que no, pero su crítica a nuestra propia historia terminó siendo exagerada. Sobre todo porque nunca tuvo en cuenta lo que estaba ocurriendo en el resto de Europa. Hay que entender que el siglo XVII no es solamente el de la crisis española; también es el siglo de la crisis europea. La Guerra de los Treinta Años fue demoledora. Las guerras de Luis XIV arrasaron varias zonas, como el Palatinado. A eso hay que sumarle las diversas epidemias de peste que se sucedieron, arrasando el continente. En ese sentido, no fuimos los únicos que retrocedieron. Claro, como en todo momento de crisis, siempre hay algunos que lo sobrellevan mejor y que emergen más pronto. Pero de ahí a la concepción que tenemos de los Austrias menores hay un trecho. De todas formas se trata de un periodo de la historia que está siendo revisado por bastantes de mis colegas, por lo que tengo la expectativa de que a la vuelta de unos doce o catorce años nos vamos a llevar muchas sorpresas.

P: ¿Sorpresas?

R: Sí, sí. La situación no fue ni tan negra ni tan dramática como tendemos a creer. Para empezar hay un hecho fundamental, y es que a finales del siglo XVII el imperio se mantenía intacto, prácticamente. Es cierto que se independizó Portugal, que sólo estuvo vinculada a la corona durante un paréntesis de sesenta años. Y también se independizó Holanda. Pero Holanda, en el conjunto territorial de aquella época, era una cosa bastante pequeña. Lo que se perdió en las paces con Luis XIV fueron pequeños retoques territoriales que no afectaron a la entidad del imperio. Se habla de decadencia y se pinta la situación como un declive pronunciado y prolongado en el tiempo, cuando la realidad no fue así.

P: Por llevar ese revisionismo al terreno de su libro. Usted matiza también la concepción de la segunda mitad del siglo XVI español como excesivamente oscurantista, marcada por el fanatismo religioso y el rechazo a la ciencia.

R: Sí. Vamos a ver. Una de las cosas que digo es que la imagen esa de una España oscurantista tiene mucho que ver con una asimilación de la figura de ese rey vestido de negro, que encarnaba la Contrarreforma como ningún otro. Lo que falta, en mi opinión, es darse cuenta de que todas esas cosas deben muchísimo al propio contexto europeo de la época. El radicalismo religioso no es exclusivo de España ni en el siglo XVI ni en el XVII. Prácticamente en todos los países se vivieron episodios muy parecidos. Lo que pasa es que en cada uno la cosa se resolvió de manera distinta. Calvino creó un consistorio en Ginebra que fue enormemente radical contra todo el que no era calvinista. Y ese rasgo se fue difundiendo a otros países. En Francia toda la segunda mitad del XVI estuvo dominada por las Guerras de Religión. En Inglaterra, Enrique VIII inició una persecución religiosa en todo su territorio, orientada además, en parte, a hacerse con los bienes de la Iglesia. Hasta en Alemania la Guerra de los Treinta Años, ya entrados en el siglo XVII, tuvo su origen en unos conflictos religiosos que se mantuvieron hasta la Paz de Westfalia. ¿Qué es lo que pasa? Que prácticamente en toda Europa la cosa concluyó, a grandes rasgos, con una especie de negociación entre todos los credos para conseguir respetarse unos a otros, en la medida de lo posible. Con muchísimos matices, obviamente. España es en cambio el único país donde prácticamente no hubo disidencia religiosa. Y la poca que hubo fue aplacada rápidamente.

P: Entonces, ¿por qué ha predominado esa imagen de una España y un Felipe II mucho más radical que el resto?

R: Primero porque Felipe II se encargó de dejar muy claro que él iba a combatir a todos los herejes. De hecho, llegó a decir que prefería perder todos sus estados a gobernar sobre herejes. Eso hace que se presente como el mayor campeón del catolicismo, llegando a sentirlo de una manera tan visceral que acabó incluso oponiéndose muchas veces al Papa. Tuvo muchas rencillas con varios de ellos. Los Estados Pontificios tenían tanto miedo a la supremacía del rey español que a la mínima que podían buscaban otros aliados y matizaban sus acciones. Por otro lado, no hay más que repasar la lista de batallas que emprende por su cuenta en defensa del catolicismo. Luchó contra Isabel I y el anglicanismo; luchó contra los protestantes holandeses; fue a ayudar a la rama católica de la casa de Austria que se enfrentó a luteranos y calvinistas; en las Guerras de Religión siempre fue en defensa de los católicos… Así podríamos seguir. Fue el "martillo de herejes", según unos, o el "verdugo de los buenos creyentes", según los contrarios. Si a eso le añadimos que, junto con el Papa, fue el único soberano europeo que se enfrentó a los infieles, que eran los turcos del Mediterráneo, y que los turcos eran aliados de los franceses, pues tenemos el cliché completo.

P: ¿Podría decirse entonces que el triunfo posterior de las ideas protestantes en el norte de Europa influyó en la leyenda negra que se fue levantando contra la Monarquía Hispánica?

R: Pues sí. Ese puede ser otro de los elementos que ayudan a mantener esa imagen.

P: Hablando de Monarquía Hispánica. No sé si está al tanto del debate que existe en ciertos sectores de la población acerca del verdadero surgimiento de España. Se dice que en la Reconquista no existía, por ejemplo, o que no nació hasta el siglo XIX. Siento desviar la conversación de esta manera pero la actualidad también manda. ¿Cuándo surgió España?

R: Bueno. A ver. Efectivamente, durante la Reconquista cada reino tuvo su propia legislación, sus instituciones e incluso su propio soberano. Es con los Reyes Católicos con los que se produce una unión dinástica. E incluso entonces, pese a todo, la Corona de Aragón continuó estando separada de la de Castilla. Por poner un ejemplo ilustrativo, una anécdota cuenta que cuando Fernando el Católico, siendo príncipe, vino a Castilla para conocer a su futura esposa, los centinelas de las murallas al ver a los aragoneses no tuvieron reparos en lanzar unas piedras que no alcanzaron al prometido de milagro. Había una rivalidad, evidentemente. Y esa estructura separada se mantuvo. La Monarquía Hispánica era una conexión de reinos cuyo nexo era el monarca, heredero y rey de todos esos territorios debido a distintos avatares. Ahora bien, las cosas se imbricaban en política exterior. Cuando se producía una acción fuera, todos los reinos del interior tenían una proyección conjunta. Se hablaba de los españoles. Fueron los italianos los que nos bautizaron así, de hecho. Allí se presentaron castellanos, pese a que los territorios pertenecían a la Corona de Aragón, y lo que veían entonces los que estaban allí era a gentes procedentes de lo que consideraban la antigua Hispania romana. Así empezó a aceptarse el nombre. En el XIX lo que ocurre es que aparece otro concepto distinto: el de nación. En ese sentido habría que añadir otro elemento al debate, cuando el en siglo XVIII los Borbones terminaron con las singularidades forales de los reinos de la Corona de Aragón y castellanizaron todos sus dominios, introduciendo la mayoría de las leyes castellanas y fusionando algunas de sus instituciones. El concepto de España también bebe de ahí. ¿Cuándo podemos entonces considerar que nació España? Pues ahí ya va a haber muchas opiniones. La cosa varía mucho en función de la propia ideología política y de lo que uno piense que puede ser el país en el que estamos viviendo. La Monarquía Hispánica se perdió con los Austrias y con los Borbones ya se habla de Monarquía Española. ¿Podemos considerar que ese es el origen de España? Pues algunos lo considerarán así. Otros pensarán que hasta el siglo XIX no se consigue. Ahora con la vigencia que ha tenido el rebrote de algunas autonomías, con ese sentimiento nacionalista tan fuerte, habrá quién diga también que España no ha existido nunca. Creo que eso entra dentro de lo opinable, de las propias convicciones y de los conocimientos de historia que tenga cada uno.

P: Hombre, pero la historia se fundamenta en hechos. El inicio del concepto de España como estado, con sus territorios imbricados entre sí y con su concepción conjunta hacia el exterior podrá señalarse, ¿no?

R: La política exterior, desde los Reyes Católicos, es prácticamente una. El rey que gobierna en Madrid es el que la hace y nada más. El plano interior, sin embargo, es un poco más complicado. Hasta que no se produce la llegada de los Borbones, con la resistencia de la Corona de Aragón al establecimiento de Felipe V y su posterior derrota, que se salda definitivamente con su castellanización, no puede empezar a pensarse que efectivamente existe una política interior conjunta. La política borbónica sí se mueve en este sentido. Lo demuestran desde sus reformas en el plano institucional y administrativo hasta las mejoras de las comunicaciones. Las seis grandes carreteras que tenemos actualmente pertenecen a la red que se desarrolló entonces con la intención de unificar el territorio y facilitar que las disposiciones reales llegasen fácilmente a todos sus dominios. De hecho, fue desarrollada siguiendo un criterio administrativo más que un criterio económico. Y levantó muchas críticas en su momento. Jovellanos, junto con otros, ya advirtió de que podrían haber fomentado la economía de una manera mucho más directa y rápida de como en realidad lo hicieron.

P: Por volver a Felipe II. Usted utiliza el calificativo de abismal para referirse a él. ¿A qué se refiere?

R: Bueno. Yo, cuando hablo de abismal, me refiero más bien a la conducta del rey. A que hay una serie de circunstancias que muestran versiones de Felipe II tan alejadas entre sí que parece que media un abismo entre ellas. Por ejemplo, él era un soberano muy obsesionado con su obligación de impartir justicia rectamente entre todos sus súbditos. Esa había sido una de las recomendaciones que le dejó su padre antes de morir y se atuvo a ella con una determinación asombrosa. Sin embargo, también protagonizó algunos episodios bastante oscuros. Durante la sublevación de los Países Bajos, por ejemplo, aquí llegaron unos enviados para tratar el problema y él los retuvo sin contemplaciones. A Montigny, en concreto, ordenó ajusticiarlo sin previo juicio y sin opción de defensa. Otro abismo es el que media en su relación con el príncipe Carlos, tan fría y distante, comparada con la que mantuvo con sus dos hijas, tanto Isabel Clara Eugenia como con Catalina Micaela, que fue verdaderamente entrañable. Posiblemente el desquiciamiento de Carlos influyó muchísimo en esa relación concreta, nadie lo niega. Pero es que con Felipe III tampoco demostró nunca demasiada cercanía. Una cosa muy ilustrativa es que él recibió una formación política exquisita, tanto por parte de su padre, Carlos V, como por la de don Juan de Zúñiga, su mentor. Estuvo inmiscuido en asuntos de Estado desde su adolescencia. Pero después no aplicó esa misma estrategia con ninguno de sus herederos. A Felipe III, en su lecho de muerte, le hizo llegar una serie de instrucciones a través de su confesor. Nada más. Por aquel entonces el nuevo monarca había sobrepasado la veintena de edad y había demostrado en repetidas ocasiones que las tareas de gobierno no le interesaban demasiado. Pero Felipe II no hizo nada por remediarlo. No se acercó a él ni se mantuvo al tanto de sus progresos. A Cristóbal de Moura llegó a decirle aquello de "me parece que me lo van a gobernar", dando la impresión de que se había rendido. Teniendo en cuenta que había dedicado toda su vida a una tarea de gobierno obsesiva y muy absorbente, con jornadas de trabajo extenuantes que se prolongaron hasta su muerte, prácticamente, que después hiciese tan poco por preservar su legado resulta muy extraño. Esos son los extremos abismales a los que me refiero.

P: ¿Pero no es abismal, en ese sentido, cualquier persona que se vea en la circunstancia concreta de gobernar un gran imperio?

R: Yo creo que no. Para mí no hay un parangón posible. Ya he dicho que, quizás, por extensión, el único imperio que se podría comparar con el de Felipe II es el británico del siglo XIX. Especialmente bajo el mandato de la reina Victoria. Pero es que en ese momento el Estado era distinto. Existía un régimen parlamentario. Las tareas de gobierno no estaban vinculadas tan directamente con la figura del monarca. El único gobernante de la Edad Moderna que podría comparársele, más o menos, sería Luis XIV. Y existen similitudes entre ellos, claro. Se han hecho algunas comparaciones. Incluso alguna bibliografía francesa ha insinuado que para entender completamente el reinado de Luis XIV hay que conocer la envidia que le provocaba su rival, Felipe IV, y las ganas que tenía de imitar a sus primos de El Escorial. Desde luego, Luis XIV fue un rey absoluto que ejerció un poder muy personalista. Pero aún así seguimos en lo mismo. Tampoco eso tuvo una duración excesivamente larga. Y en su vida, o durante su mandato, no termino de ver esas características abismales que sí que encuentro en Felipe II. Insisto, creo que todo se debe más a una cuestión de personalidad.

P: ¿Cómo era Felipe II, entonces?

R: Pues el problema es pensar que Felipe II fue siempre el mismo. Solemos identificarle únicamente con ese rey vestido de negro y encerrado en su despacho que nos ha llegado a través del arte en repetidas ocasiones. Pero es que hay otro Felipe II. Hasta 1570, prácticamente, Felipe II fue un príncipe del Renacimiento. Un rey que baila, que se divierte, que ama la música, que siente pasión por el arte… Un cortesano más, en definitiva. Estaba bastante más cerca de su padre de lo que en principio se puede imaginar. A partir de de la década de los setenta, sin embargo, su vida se parece más a un cortejo fúnebre. En 1568 murió el príncipe Carlos, su heredero, después de una serie de conflictos entre ellos que no fueron nada fáciles para él. También murió Isabel de Valois, su tercera esposa, con la que compartió los años más felices de su vida y que le dio a sus dos hijas predilectas. A raíz de eso se casó con Ana de Austria, sobrina suya, con la que tuvo cinco hijos. Pero es que ella tampoco le sobrevivió; y cuatro de esos cinco niños murieron también. Imagina esa experiencia de muerte, solapada a lo largo tantos años. La gente después dice de él que era un rey cruel. Yo, la verdad, no lo calificaría así. Aplicó la razón de Estado en algunas ocasiones, como hacían todos los soberanos de su tiempo, incluidos los Papas, y se mostró siempre bastante fiel a la legislación que existía entonces. En ese sentido estamos nuevamente ante una desinformación muy llamativa, a la que contribuyen de manera notoria varias de las estampas de la leyenda negra. A lo largo de su vida se dijo de todo en su contra. Invenciones de todo tipo. Se dijo, por ejemplo, que él había asesinado tanto a su hijo Carlos como a su esposa Isabel porque había descubierto que mantenían una relación a sus espaldas. Es algo que no se sostiene por ningún lado, además. Tanto Isabel como Carlos se llevaban bien, eso es cierto, pero de ahí a que mantuviesen una relación hay un trecho enorme. Muchos indicios invitan a pensar que ella sentía lástima por él, debido a sus particularidades. Más allá de eso, no hubo nunca nada. De hecho, todos los testimonios que existen sostienen que ella fue la esposa con la que Felipe II mantuvo una relación amorosa más profunda y feliz. Por otro lado, también se le culpó de bígamo. Se decía que justo antes de casarse con María Tudor se había casado en secreto con su amante, Isabel de Osorio. Habladurías de unos y otros, difundidas constantemente por sus enemigos en Europa. En su contra también jugó que prefería despachar por escrito. No le gustaban las audiencias. Se decía de él que era soberbio y altivo, o tímido y desconfiado. En cualquier caso, no sentaba bien que enfocase su gobierno de esa manera. Y sin embargo, repasando sus quehaceres políticos, también se descubre que existen bastantes ejemplos que desmienten en parte esa visión. Con Cristobal de Moura mantuvo una relación cercanísima; y con varios otros consejeros también. En fin. Existe un gran desconocimiento sobre su figura. Predominan más los clichés que otra cosa. El problema es que su personalidad es bastante compleja de por sí; y estuvo profundamente marcada por el enorme reto que suponía el gobierno de su imperio. Es muy difícil definirle con una serie de rasgos concretos. Se escapa a todos ellos.

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