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Fernando Navarro García

A los padres de Israel que han dado la vida por sus hijos

En estos momentos cruciales estos padres israelíes – y tantos otros de los que nunca sabremos nada - supieron estar a la altura de esa divinidad que sus hijos les atribuyeron.

En estos momentos cruciales estos padres israelíes – y tantos otros de los que nunca sabremos nada - supieron estar a la altura de esa divinidad que sus hijos les atribuyeron.
Cuerpos a las puertas de una casa del kibutz de Kfar Aza. | Europa Press

Hay un instante en la vida en que todo cambia y es el día en que te conviertes en padre. La paternidad te lleva a percibir el mundo de un modo muy distinto. En algunos aspectos te vuelves más frágil y temeroso, mientras que en otros te endureces y sabes que llegado el caso darías la vida por tus hijos. Sin dudarlo. No hay padre que no tenga esa certeza, aunque afortunadamente vivimos en sociedades en las que no tenemos que poner a prueba este impulso natural.

El criminal y traicionero ataque de Hamas a cientos de familias israelíes hace ya casi un mes (el sábado 7 de octubre) cuando apenas amanecía en sus hogares, ha dejado un reguero de muerte y horror que aumenta a medida que vamos conociendo mejor las salvajadas perpetradas por los invasores terroristas. No hay palabras que puedan describir las atrocidades perpetradas y aunque no he necesitado ver los vídeos o imágenes que circulan con crueldades sin parangón en la historia de la inhumanidad, hay tres instantes que no olvidaré nunca, quizás porque como padre me resulta imposible no verme reflejado en esos otros padres que siento como si fueran de mi propia familia.

El primero es el de un padre qué, en mitad del estruendo de los disparos asesinos que están asaltando su hogar, va sacando a sus cinco pequeños hijos por un ventanuco dándoles instrucciones para que corran a esconderse en algún lugar de la azotea. Los niños van saliendo, uno tras otro. El padre los empuja suavemente desde el interior de una vivienda convertida en cementerio hacia ese atisbo de salvación que aparenta ser la azotea. Uno, dos niños - ¡bang, bang, bang! suenan los disparos - tres, cuatro y cinco niños aterrorizados que corren en fila india hacia un improbable escondite. ¡Bang, bang, bang! siguen las ráfagas asesinas entre las ruinas del hogar. El padre no intenta salir al exterior hasta que no ha liberado al último de sus hijos.

En el vídeo de la cámara de seguridad en la azotea que ha grabado esta terrible escena, no se alcanza a ver el rostro del padre salvador, y solamente vemos sus protectores brazos, dando un empujoncito a cada uno de sus cachorros, invitándolos a huir, a tratar de sobrevivir, mientras el con su cuerpo y con su vida retrasa la llegada de los monstruos. Los disparos aumentan de intensidad y es entonces cuando te das cuenta de que ese padre ha estado cubriendo con su cuerpo la huida de los niños. Lo ves entonces abatirse lentamente desde la repisa de la ventana y deslizarse muy lentamente al suelo de la azotea, como un lirio truncado, asesinado vilmente por el odio medieval de Hamás. ¿Qué fue de sus hijos? ¿Lograrían escapar?

Más historias. La madre que habló tres horas con su hija

La otra historia la contó una niña de 10 años sobreviviente de los Kibutz atacados traicioneramente. La niña se había se había refugiado en un búnker con sus padres al comenzar el criminal ataque. Se trata de refugios construidos pensando en los bombardeos constantes desde Gaza, pero no están blindados contra una incursión terrestre, o sea, son perfectamente vulnerables a una patada en la puerta. Cuando los asesinos golpearon brutalmente la puerta del refugio, los padres - siendo conscientes de lo que iba a suceder en cuanto entraran - se armaron con una azada y un hacha de jardinería, instruyeron a sus hijos para que se escondieran y se mantuvieran en silencio (pasará lo que pasara) y se lanzaron al exterior para enfrentarse a los asesinos. Era una salida suicida y ellos lo sabían, como también sabían que su sacrificio era la única y exigua opción que tenían de salvar a sus hijos. Y así fue. Ambos murieron en esa salida desesperada y heroica - no sin antes herir a uno de los malditos - pero con su valor salvaron la vida de sus hijos. Y murieron luchando y defendiendo a los suyos que es, quizás, la lección más importante aprendida por los judíos después de la Shoa.

La tercera historia - de entre tantas otras horribles que estamos conociendo y que los miserables de siempre se empeñan en negar - fue la de una madre hablando durante tres horas con su hija pequeña, escondida en un búnker, aterrada tras haber visto asesinar a su padre. ¡Tres horas acompañando con su voz a su pequeña! Tres horas susurrándole que todo iría bien, que se mantuviera callada, que no se moviera, ni saliera... Y la niña aguantando las lágrimas y el impulso de gritar o huir, únicamente porque mamá le pedía que no lo hiciera. Y los padres somos dioses para nuestros hijos cuando aún viven su infancia, en ese reino en el que nunca muere nadie...

Inevitable la comparación con el genocidio nazi

Y en estos momentos cruciales estos padres israelíes – y tantos otros de los que nunca sabremos nada - supieron estar a la altura de esa divinidad que sus hijos les atribuyeron. Rezo al Dios que compartimos cristianos y judíos para que sus hijos y descendientes sepan algún día quienes fueron sus padres y como sacrificaron sus vidas por la remota posibilidad de salvar la de ellos. Y que sean para ellos y también para nosotros como aquel lirio del valle de Balzac:

"Hay personas a las que enterramos en la tierra, pero las hay especialmente queridas que tienen nuestro corazón como mortaja. Su recuerdo se mezcla cada día con nuestras palpitaciones; pensamos en ellas lo mismo que respiramos, están dentro de nosotros por una dulce ley de la transmigración de las almas propia del amor. Un alma mora en mi alma. Cuando a través de mí se hace un bien, cuando se pronuncia una palabra hermosa, esa alma habla, actúa. Todo lo bueno que hay en mi emana de esa sepultura, como emanan de un lirio los aromas que perfuman la atmósfera"

A muchos otros, los asesinos ni siquiera les dieron la opción de intentar defenderlos. Las imágenes que van trascendiendo y los relatos de los supervivientes son espeluznantes y ni siquiera la mente más enferma sería capaz de cometer las torturas espantosas que cometieron los sicarios de Hamas y sus cómplices. Es inevitable la comparación con el genocidio nazi, no solamente por tratarse del exterminio más grande de judíos después de la Shoa (1933-1945), sino también por la crueldad y frialdad fanática con la que fue calculado y perpetrado.

Conté en la introducción de mi 'Diccionario biográfico de nazismo' que me propuse escribir esa obra después de ver la fotografía de una madre abrazando a su hija, segundos antes de ser asesinadas por los nazis en la matanza genocida de Babi Yar. Las asesinaron por ser o considerarlas judías. Cuando escribí el diccionario era ya padre de un niño pequeño y el segundo estaba en camino y quizás por eso aquella imagen de madre e hija, mejilla con mejilla, quizás pensando la hija que su madre podría salvarla, se convirtió en mi brújula moral y en el combustible que me daba fuerzas para rescatar del olvido los nombres de tantos padres e hijos torturados por el odio racial o religioso. Hay imágenes que perduran y cuyo dolor transmitido de generación en generación nos recuerda que los monstruos siempre acechan y que no podemos bajar la guardia, ni callar ante el vergonzoso antisemitismo "new age" que sabe disfrazarse de humanitarismo y progresismo. Israel lo sabe perfectamente, porque desde su fundación en 1948 no le ha sido permitido vivir en paz.

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