
Uno de los grandes faraones más conocidos del Antiguo Egipto es Tutankamón. Sin embargo, su fama no se debe a su breve reinado ni a sus logros políticos, sino principalmente al hallazgo casi intacto de su tumba en 1922 por el arqueólogo Howard Carter. Aquello fue una revelación única sobre la vida, costumbres y rituales relacionados con los faraones y en el caso de este rey adolescente, la confirmación de una verdad simple y castiza que permanece inmutable hasta nuestros días: de lo que se come se cría.
Tutankamón subió al trono cuando apenas tenía 9 años, en un momento muy conflictivo porque su predecesor, Akenatón, había impuesto un monoteísmo casi exclusivo dedicado al dios Atón y eso había generado tensiones políticas y sociales. Durante su reinado, Tutankamón restauró los cultos tradicionales y restableció el equilibrio político y religioso en Egipto.
Sin embargo, la verdadera fama de Tutankamón no llegó hasta 1922. Después de años de búsqueda sin éxito en el Valle de los Reyes, el arqueólogo británico Howard Carter dio con una escalera oculta que conducía a una puerta sellada. Tras aquella puerta se hallaron una cámara funeraria intacta repleta de tesoros, joyas y otros objetos que, como una ventana abierta al pasado, revolucionaron la egiptología. Y bajo una ya icónica máscara funeraria, encontraron al faraón adolescente, lo que permitió estudiar directamente sus restos y conocer más sobre su vida cotidiana.
Resulta que, tras analizar la momia mediante tomografías computarizadas y análisis de ADN, se descubrió que Tutankamón seguía una dieta rica en proteínas animales —carne, aves y pescado— y relativamente baja en vegetales y fibras. Esta dieta, típica de la nobleza egipcia, simbolizaba estatus y poder, pero no estuvo exenta de consecuencias.
Los resultados de estas investigaciones, publicados en revistas como The Lancet, apuntan a que el joven faraón sufría problemas de salud graves: tenía escoliosis, necrosis avascular en uno de sus pies (una parte del hueso muere porque deja de recibir suficiente riego sanguíneo), lo que posiblemente le provocó dolor crónico y dificultad para caminar. Además, padecía una infección por malaria que posiblemente contribuyó a su muerte prematura, alrededor de los 18 o 19 años.
Los expertos afirman que su alimentación muy proteica y rica en grasas animales, combinada con un estilo de vida probablemente sedentario, pudo agravar sus problemas óseos y reducir sus defensas frente a las enfermedades. No es la única causa. No hay que olvidar que la endogamia familiar, bastante habitual en las dinastías reales egipcias, posiblemente tuvo buena parte de la culpa de las malformaciones y las dolencias del faraón.
En cualquier caso, por sorprendente que resulte, en aquella época los egipcios ya eran conscientes de la importancia que tenía la alimentación para la salud, tal y como demuestra el Papiro Ebers: un papiro de 20 metros escrito en el 1550 a.C. que recopila recomendaciones y tratamientos para enfermedades vinculadas con la alimentación como por ejemplo el uso de la miel como desinfectante y cicatrizante o las infusiones de comino para los problemas digestivos.
En definitiva, la figura de Tutankamón no solo fascina por su máscara de oro o el misterio de su tumba, sino también porque su vida ilustra una verdad atemporal: desde las mesas de los faraones hasta nuestras air fryer, la alimentación deja huella en nuestro cuerpo, en nuestra salud y, por qué no, también en nuestro destino.


