Un patriotismo español para todos
No es imponer una única forma de sentirse español, sino de reconocer que la historia y la cultura compartidas nos unen más allá de las diferencias.
Quienes visitan mi despacho se sorprenden al ver dos banderas colgadas. Además de numerosos libros de filosofía, un par de novelas, unas latas de sopa Campbell –por mis clases de Estética–, pinturas originales de Montesol y Baldot, dibujos regalados por alumnos, un retrato de Unamuno, un globo de Spider-Man y una hucha con la cabeza de Karl Marx y la leyenda Das Kapital, hay una bandera de España y otra de la UE que uso en mis clases de Valores Éticos. Se sorprenden los alumnos, más bien de derechas, que me discuten la europea, y también los profesores, más escorados a la izquierda, que tuercen el gesto ante la rojigualda. Pero, qué le vamos a hacer, soy español por los cuatro costados y, por tanto, europeo cañí, más de los Proms de la BBC que de Eurovisión, eso sí, pero no le hago ascos a Abba y Chanel.
Un articulista de El País, Sergio del Molino, ha escrito que no cabe exigir a los extranjeros que se integren en las costumbres españolas y que "las celebraciones patrióticas y nacionalistas me causan una urticaria que debo tratarme con cremas dermatológicas muy caras". Luego añade que es tan español como cualquiera, incluido Santiago Abascal, aunque su concepto de patriotismo parece más administrativo que cultural, más ligado al pasaporte que a la experiencia compartida. Contrasta con la visión de Pericles en el Discurso Fúnebre, que entendía la ciudadanía como una comunidad viva de valores y memoria para atenienses de toda la vida como Platón y metecos que ayudaban a su enriquecimiento como Aristóteles.
El cosmopolitismo que proclama —"prefiero una hamburguesa a un cachopo y un buen cuscús a un cocido montañés"— es superficial si no se apoya en raíces culturales sólidas. Comparto con él cierto desinterés por las manifestaciones folclóricas o religiosas cuando se masifican, pero siempre reconozco su autenticidad y las aprecio. Aunque sea más ateo que Hobbes y Diderot juntos, agradezco a mis tías y primos de Castro del Río en Córdoba que me enseñaran sus pies heridos tras procesionar toda la noche del Viernes Santo tras el Nazareno. Un cosmopolitismo sin raíces te convierte en turista accidental de tu propio país.
Sergio del Molino da la impresión de que en Bilbao iría a comer a un Burger King, en Cádiz a un McDonald's, en Gerona pediría kebabs y en Valladolid, sushi. Y tal vez pasar de largo ante el románico catalán, el gótico castellano o la pintura de Goya, José de Ribera y Velázquez. Parece ser de los que creen que los símbolos nacionales son meros trapos, y a los que la rojigualda evoca solo imágenes históricas al estilo de Franco. Pero el patriotismo español también es Antonio Machado recordando su infancia en un patio sevillano, mi alumna nacida en España de origen asiático que adora a Pío Baroja, o incluso Orson Welles emocionado con las corridas de toros y el Quijote.
Molino, como muchos, confunde integración con asimilación, y eso le distancia de la idea de un patriotismo inclusivo. A veces da la impresión de que algunos sectores de la izquierda rehúyen reconocer sus propias raíces culturales, mientras que otros sectores de la derecha las enarbolan con exceso. Ni lo uno ni lo otro favorece una identidad cívica sana y un compromiso patriótico con la causa común: para evitar el nacionalismo excluyente, no es necesario diluir los vínculos comunes hasta hacerlos desaparecer. La anemia patriótica no es la respuesta a la unidimensionalidad nacionalista. Admiro a los que no teniendo ocho apellidos vascos, catalanes o castellanos han sabido integrarse en las costumbres españolas haciéndolas más amplias y complejas, como los hindús ceutíes que veneran en su precioso templo tanto a Ganesha y Vishnu como a la Virgen de África y la Virgen del Rocío. Que Brahma y Jesús los bendigan. Estoy seguro de que Santiago Abascal y Sergio del Molino coincidirán en que son tan españoles como el Cid y Mariana Pineda.
El patriotismo constitucional propuesto por el filósofo alemán Habermas tiene su valor, pero resulta incompleto si se limita a principios abstractos sin una base cultural compartida. La convivencia en una sociedad abierta requiere también que quienes se incorporan a ella participen de un ethos común, no como clientes de un centro comercial sin alma, sino como ciudadanos corresponsables y orgullosos de sus mitos, sus ritos y sus himnos. Otro ejemplo de grandes patriotas, en este caso alemanes y europeos, son los musulmanes que han abierto en Berlín una mezquita según unos parámetros islámicos ilustrados y la han llamado Goethe-Averroes. Que Lutero y Alá los bendigan.
Sé que soy español porque en el Prado admiro a Caravaggio y Patinir, pero me conmueve especialmente la dignidad de Torrijos en el cuadro de Gisbert, la perseverancia de Juana la Loca en la obra de Pradilla y la elegancia diplomática del general Spínola pintada por Velázquez. Patriotismo es también un Picasso dialogando con Las Meninas en sus últimos años o un Goya exiliado grabando tauromaquias. No se trata de imponer una única forma de sentirse español, sino de reconocer que la historia y la cultura que compartimos nos unen más allá de nuestras diferencias.
¿Qué es el patriotismo? En palabras de Luis Cernuda, "la vida con la historia, tan dulces al recuerdo". Cernuda y sus compañeros de generación celebraron a Góngora no para anclarlo en el pasado, sino para proyectarlo al futuro. Un patriota, en este sentido, no reniega de su nación, sino que la impulsa hacia adelante, buscando que su cultura y sus valores dialoguen con el mundo. Como dice el himno de Andalucía: "Sea por Andalucía libre, España y la humanidad". En ese orden.
Cuando vuelvo a Córdoba no busco donde tomar cuscús sino que pido un flamenquín en la Taberna La Viuda y en Alicante, una paella en Casa Elías. Allí, entre el empanado de la carne que envuelve el jamón o los granos sueltos del arroz, reconozco —y comparto— la esencia de una tradición que no excluye, sino que invita a participar. Eso es, para mí, integración y, si se quiere llamar así, asimilación: sentir que uno forma parte de una trayectoria histórica y de un proyecto común. A quien no le seduzca, siempre le quedará una franquicia multinacional cerca que para eso disfrutamos de un globalista sistema capitalista y no de un empobrecido régimen socialista . Pero para quienes quieran conocer la vida más plena con la historia más auténtica, la mesa está servida.
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