
Hace un par de años, un viejo amigo, maestro de decencias y por quien siento respeto y afecto en iguales proporciones, me envió el artículo que había escrito a propósito de la llamada "Ley de la Memoria Histórica", detalle que le agradecí y que me da pie para escribir el presente comentario sobre el cincuenta aniversario de la muerte de Franco, al que ciertos personajes de la izquierda, empezando por Pedro Sánchez, pretenden resucitar para prenderle fuego y simular una pira de buenos y malos.
No obstante el preámbulo, tranquilícese el lector, pues lejos de mi intención entrar en el inagotable debate sobre la Guerra Civil, salvo para afirmar que fue un tiempo de sangre que al final hizo más hombres malos que muertos. Por eso siempre estaré con quienes, sin excepción, sufrieron aquella parte de nuestra historia y me opongo a cuantos quieren pintarla con brochazos desdichados y delirantes. Afortunadamente somos muchos los que nos negamos a participar en la demencia de hacer memoria de aquella media España contra la otra media y propugnamos enterrar de una puñetera vez esa desventura que acabó hace 86 años. Nuestra guerra civil fue una enfermedad, más bien, una epidemia, cuya evocación no alimenta, sino que debilita. Téngase en cuenta que el olvido, trascurrido ya un más que prudente plazo, es la terapia más recomendable. No se trata de volver la espalda a la Historia, que es irreversible, sino de asumirla y digerirla consciente y serenamente. Demasiadas cosas y demasiadas vidas se dilapidaron en aquella lucha entre hermanos. Lo que importa no es el pasado sino el hoy. Ni las crónicas, ni las esquelas, ni las fotografías en tono sepia son la vida, sino una gélida fuente de dolor. Hay que pasar una esponja sobre el calendario de tantas fechas amargas.
De Franco casi nadie habla, ni para bien ni para mal
Hace 50 años que Franco murió y ahora resulta que no pocos insensatos quieren que el caudillo reviva en espíritu. Hoy, medio siglo después de aquel sepelio en Cuelgamuros, me pregunto qué ventaja reportó exhumar su cadáver roído por el tiempo y me apunto a Quevedo cuando dice que si se revuelve en los huesos sepultados, hallaremos más gusanos que blasones. Hay que hacer borrón y cuenta nueva y dejar que aquella guerra civil quede donde aquel pasado infausto sólo sea memoria escondida entre cardos. Cuidado con escarbar en ellos, que pueden producir escozor en nuestras almas.
Sí. Franco murió hace 50 años y un día. Con él murieron también el franquismo y el antifranquismo, aunque las recientes sugerencias y actitudes surgidas con ocasión de la fecha quizá pudieran llevar a sostener lo contrario. Particularmente creo que se trata de meras apariencias y algunas añoranzas, pero tampoco ignoro que la política no se mueve en el mundo de los espectros y que de la lucha contra los fantasmas a la caza de brujas no hay más que un paso. De Franco casi nadie habla, ni para bien ni para mal, pues son otros los asuntos que preocupan a los españoles. Un desfile de reliquias no cabe en una sociedad que aspira a tener conciencia de su realidad cotidiana.
Hay algo, sin embargo, sobre lo que los españoles –no todos, pero sí los que vivimos, con más o menos años, en el franquismo– deberíamos meditar con sinceridad. Me refiero a que los años de poder absoluto de Franco hicieron franquistas, o colorearon de franquismo, a la mayoría de los españoles de entonces. Entiéndaseme bien. No digo que todos o casi todos los españoles llegaran a ser partidarios del general Franco y adeptos a su régimen, pero sí que esos años de gobierno autoritario imprimieron sobre los españoles una huella de la que muy pocos pudieron escapar. Carlos Semprún Maura lo describe en sus memorias. Dice así:
Cuando Carrillo en 1954 me envió clandestinamente a España me di cuenta de que la mayoría de los españoles eran franquistas.
Los pueblos imitan siempre al que manda y en las cuatro décadas de gobierno autocrático, Franco marcó tan profundamente a los españoles que hasta los antifranquistas parecían franquistas e incluso siguieron pareciéndolo tras su muerte.
La política no es más que el arte de encauzar la inercia de la historia, nunca el muro desde el que se intenta frenar la marcha de un pueblo. La frase es vieja, tanto como el axioma de que mirar demasiado al pasado conduce al estancamiento. Digo esto porque, muerto Franco, fueron muchos los españoles que no apostaron por una ruptura con traca final sino por el cambio inteligente. Recuérdese que la democracia la trajeron un rey designado por Franco y un gobierno franquista y que fueron esos franquistas los que legalizaron a los comunistas para que España viviera en concordia. Ésta es la pura verdad; una verdad en cuyo honor algunos socialistas reconocen que su papel en la transición fue más bien testimonial, quizá porque buen número de ellos o sus padres procedían del franquismo o estaban en deuda con el régimen.
En fin. Insisto. No se trata de volver la espalda a la Historia, sino de asumirla y digerirla consciente y serenamente. Lo malo de cierto sector de la izquierda, no tan minoritario como sería deseable, es la propensión a exhumar cadáveres y el gusto por excitar las pasiones más vanas. Alimentar el ánimo de revancha es tan insensato como estúpido. Para mí tengo que las heridas no se restañan con fuegos artificiales. También que quienes atizan la pira del pasado puede que sean los mismos que quieren ver arder el presente.
