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¿De qué hablamos cuando hablamos de liberalismo?

La historiadora económica Deirdre McCloskey analiza los beneficios de la propuesta liberal en Por qué el liberalismo funciona.

Escribe la historiadora económica Deirdre McCloskey que leer El capital en el siglo XXI, el libro que firmó el economista francés Thomas Piketty en 2013, "es una buena oportunidad para entender las preocupaciones izquierdistas sobre el capitalismo y para probar su fortaleza económica y filosófica". Lo mismo podría decirse del último libro que acaba de publicar ella misma, desde el punto de vista liberal, que se suma a la gran discusión acerca de cuánto control estatal es necesario para garantizar una mayor igualdad y prosperidad en las sociedades.

En ese sentido, el título de la obra de McCloskey, Por qué el liberalismo funciona (Deusto), es toda una declaración de intenciones. Aunque, como ella misma señala, la enorme cantidad de connotaciones contrapuestas que posee el término a lo ancho del planeta hace necesario concretar su verdadero significado. Para McCloskey el liberalismo no es otra cosa que una noción que partió de los escritos de Adam Smith —tanto La riqueza de las naciones como su Teoría de los sentimientos morales— y que hace referencia a la ausencia de coerción y a la defensa de una "igualdad social, libertad económica y justicia legal", que limite los posibles excesos gubernamentales y que "ayude de verdad a los pobres". "Dejad que las personas hagan con sus vidas lo que consideren", podría resumirse, ya que "la mejor manera de promover el bienestar humano es mediante la liberación de las libertades y las capacidades emprendedoras individuales dentro de un marco institucional caracterizado por unos sólidos derechos de la propiedad privada, mercados libres y libre comercio". Esa sería la receta, según la autora, para que puedan surgir las grandes ideas que alimentan el progreso y hacen evolucionar a las sociedades.

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Deirdre McCloskey

No es una teoría novedosa, como tampoco lo son las críticas que suscita. Las más extendidas serían las que consideran que, al contrario de lo que sostiene McCloskey, el liberalismo económico produce desigualdad. Precisamente en ellas se sustenta mayoritariamente la defensa de la intervención del Estado, guardián de los intereses de los menos favorecidos, algo contra lo que McCloskey carga prácticamente desde la primera página. Desde su punto de vista, cualquier tipo de coerción estatal sólo produce estancamiento y, además, tiende a justificarse en una idea que, cuando menos, "parece bastante ingenua": el hecho de que el grupo reducido de personas que ostentan el poder vayan a actuar de la mejor manera posible constantemente; o vayan a pensar siquiera en los intereses de todos sin terminar anteponiendo tarde o temprano los suyos propios. El eterno dilema entre abandonarse a los designios de unos pocos, de los que encima no te puedes defender, o confiar en la autorregulación espontánea que surge de la relación libre de personas que se benefician recíprocamente a base de buscar un bien particular, en definitiva.

Pero más allá de esas cuestiones, lo que de verdad le interesa es desmontar la teoría de que el sistema liberal genera desigualdad; argumento que cobró fuerza gracias a los escritos de Piketty tras la gran crisis económica de 2008. El grueso del libro podría ser por tanto el diálogo que mantiene con la obra del economista francés, al que le demuestra un gran respeto por su rigor analítico, pero con el que no puede estar más en desacuerdo, llegando a sostener directamente que "se encuentra completamente equivocado" en todo.

En términos generales, McCloskey considera que no se ha probado que las políticas abiertamente liberales hayan causado una mayor desigualdad a largo plazo. De hecho, defiende que desde el año 1800 han sido precisamente las que han permitido el mayor aumento de riqueza y la consiguiente mejora en el bienestar de los más pobres. Los niveles de desigualdad, según ella, varían relativamente poco si se observa la historia económica en su conjunto, y siempre terminan por reajustarse; pero lo verdaderamente importante es que la riqueza se multiplica notablemente más cuanta mayor libertad tengan los individuos para relacionarse, innovar e intercambiar. Como colofón, también argumenta que en aquellos tres países en los que Piketty identifica un aumento de los niveles de desigualdad más preocupantes —Canadá, Estados Unidos e Inglaterra—, las verdaderas causas de ello fueron las "políticas gubernamentales que favorecieron de manera estúpida a los ricos".

Su crítica consistiría, básicamente, en que Piketty, "como todos los marxistas y marxianos", parte de una premisa equivocada. Considera que la riqueza proviene únicamente de la acumulación de capital, cuando, según McCloskey, "eso no es más que una pequeña parte". Para empezar, argumenta, el principal capital que posee cualquier persona no sería dinero o recursos, sino su propio cerebro. "Son las ideas las que producen los grandes avances, no la acumulación de capital", comenta. Y continúa: "Marx afirmó, adoptando la obsesión por la inversión de los economistas clásicos que criticaba: '¡Acumulad! ¡Acumulad! (...)'. No. El maestro estaba equivocado, como lo han estado la mayoría de los economistas y sus lectores desde el bendito Adam Smith hasta el presente". "El don especial de Franklin", por ejemplo, "no era que trabajaba duro —el trabajo duro, a fin de cuentas, es lo que hace el campesino que planta arroz a diario—. Su don era la innovación, a un ritmo frenético".

Se anticipa después al contraargumento que sostiene que, pese a todo, siguen siendo necesarios los recursos y el capital para poder llevar a cabo cualquier innovación, por lo que mirar quién acumula más es un buen marcador a la hora de determinar los niveles de desigualdad en las sociedades. Ella responde que sí, pero que tampoco es lo más importante. Para ilustrar su teoría explica cómo hasta que las ideas liberales comenzaron a tomar forma en el viejo continente a partir del siglo XVIII, los grandes acumuladores de capital no consiguieron desarrollar su economía y tuvieron que sostenerse de manera indefinida en un sistema feudal bastante más estancado y desigual que el "mal llamado capitalismo" actual. Si se observa la historia, defiende, la necesidad de capital a la hora de llevar a cabo innovaciones nunca ha sido un problema demasiado grave. El factor diferencial siempre ha sido la libertad de acción, que permite que las personas puedan desarrollar sus ideas y testarlas en el gran campo de pruebas del mercado.

Además, continúa, otra ramificación del mismo error de base que detecta en Piketty sería que para medir el bienestar y el nivel de riqueza de cualquier persona no basta con comparar su renta individual, pues existen otro tipo de marcadores que evidencian un aumento paulatino de la igualdad. Desde el "capital intelectual", o nivel de formación que permite al individuo desarrollarse de formas mucho más diversas que antaño, hasta las comodidades derivadas de la innovación y el progreso. Ya se sabe, el número de gente con un frigorífico, un televisor, acceso a agua potable o a antibióticos hoy es infinitamente superior al de hace cien años. Uno puede tener menos dinero que otro, pero se ha beneficiado indudablemente de los avances que ha traído al conjunto de la sociedad la innovación provocada por el liberalismo.

Pese a todo…

Toda la argumentación que va desarrollando McCloskey en su libro no descubre nada nuevo. Se echa en falta, por tanto, que haga frente a otra serie de críticas más exhaustivas y que desarrolle los posibles límites del sistema que propone. Para empezar, deja claro que está en contra de la coerción del Estado, aunque reconoce que sigue siendo necesario para garantizar la seguridad dentro de las propias fronteras o para castigar los excesos que puedan producirse dentro del mercado —casos de fraude, por ejemplo—. La discusión acerca de los límites de la acción gubernamental lleva vigente desde que comenzó a desarrollarse el sistema democrático liberal, pero es un tema sobre el que pasa de puntillas, sin especificar exactamente qué funciones concretas considera que debería tener cualquier gobierno; ni entrar a debatir con esos otro liberales que, pese a todo, pueden ver con mejores ojos que ella una cierta intromisión del Estado en asuntos más determinados.

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Thomas Piketty

Otra posible crítica tiene que ver con la desigualdad comparativa. La visión de McCloskey viene a sostener que la desigualdad material es inevitable, por lo que lo verdaderamente relevante es que el liberalismo permite un "aumento del tamaño del pastel", para que al menos los más pobres puedan gozar de una porción mucho mayor cada vez. En cierto momento comenta que lo importante es que las políticas liberales han permitido que prácticamente la totalidad de la población de un país determinado pueda llevar una vida digna. Son argumentos convincentes. Sin embargo, pierden de vista que la dignidad es una percepción que varía en función del ambiente. La idea de "vida digna" que puede tener una persona del siglo XXI es muy diferente a la que podía tener un campesino hace seiscientos años, del mismo modo que las preocupaciones de un ciudadano neoyorkino no tienen nada que ver con las de otro de Burundi. Ese tipo de problemáticas son precisamente las que dificultan que la gente termine de "comprar" el progreso vertiginoso que siempre ha prometido el liberalismo, pues las personas se consideran afortunadas o desafortunadas en comparación con la fortuna de sus coetáneos, no de sus antepasados.

En cierto sentido, podría decirse que el abuso de la visión historicista impide a McCloskey comprender ciertos temores mundanos que alimentan las propuestas económicas socialistas o socialdemócratas. "Nunca he logrado entender el pesimismo de las personas que parecen preferir creer que el cielo va a caer sobre sus cabezas en cualquier momento", escribe en repetidas ocasiones, sin darse cuenta de que al individuo de a pie no le tranquiliza saber que de aquí a doscientos años la humanidad habrá alcanzado cotas de crecimiento inimaginables gracias a la libre competencia. El individuo de a pie no puede ser optimista a la manera de un historiador porque, aún sabiendo que el cielo jamás se ha caído ni se caerá sobre la cabeza de nadie, existe el riesgo real de ser engullido por uno de esos grandes temporales que son las crisis y las recesiones. Tal vez de forma atávica, al individuo de a pie le reconforta más la ilusión de un gobierno que organice planes de rescate en esos casos extremos que el "sálvese quien pueda" que imagina que debe primar en una situación de libre mercado.

McCloskey, posiblemente, respondería que las mejores soluciones en tiempos de crisis llegan antes gracias a la libre competencia entre individuos que a la acción de burócratas apolillados, acostumbrados a la parálisis debido a la falta de incentivos. Y tal vez no le falte razón. Lo que pasa es que nadie puede garantizar nunca que la respuesta de las personas libres ante grandes amenazas se oriente antes en salvar al prójimo que a uno mismo. Otra de las posibles críticas que podría hacérsele al ensayo tiene que ver con esto, precisamente. Como bien defiende ella, lo más importante en el desarrollo económico son las ideas, no la acumulación. Sin embargo, obvia que uno de los mayores incentivos a la hora de innovar, al menos hoy en día, es el rédito económico; es decir, la promesa de una futura acumulación de capital. Una de las peculiaridades del dinero es que, habiendo sido diseñado para facilitar los intercambios, se terminó convirtiendo en un bien en sí mismo. Para algunos el más valioso. Y tampoco nadie garantiza nunca que lo más rentable sea siempre lo mejor. Posiblemente exista una respuesta liberal que desmonte esa visión, pero la autora tampoco trata el tema. McCloskey dibuja un liberalismo sustentado por personas libres y virtuosas, que compiten por desarrollar innovaciones que hacen prosperar la sociedad a base de buscar su propio beneficio, desde luego, pero también el de los demás. Como contrapartida no descarta la posibilidad de un escenario en el que lo que prime sea el egoísmo más elemental, pero tampoco la explora nunca en profundidad. Señala en repetidas ocasiones que, para que el liberalismo funcione de manera adecuada, es necesario preservar la faceta ética de las personas. Lo que pasa es que el liberalismo tampoco puede garantizar eso por sistema. Hacen falta más elementos.

Siguiendo esa línea, tampoco se cuestiona demasiado acerca de las críticas relacionadas con ámbitos más espirituales que materiales. Desde aquellos que se preguntan si el progreso económico y las mejoras de la calidad de vida son realmente fundamentales a la hora de garantizar la felicidad del ser humano, hasta cuestiones más concretas, como la amenaza que el desarrollo tecnológico descontrolado puede suponer para el humanismo o los problemas éticos que se derivan de él. Algo de ello sí que menciona en unas pocas líneas, es cierto, pero de forma muy escueta. Por ejemplo: "Al politólogo Michael Walzer le pidieron que respondiera a la pregunta: '¿Corroe el libre mercado el carácter moral?'. Contestó: 'Por supuesto que lo hace'. Pero después añadió que de una manera u otra cualquier sistema social puede corroer una u otra virtud. Que la época burguesa haya tentado a los idiotas a declarar que la avaricia es buena ‘no es en sí mismo un argumento contra el libre mercado’". El problema está en que lo mismo podría decir un marxista para defender los desvaríos del comunismo. Lo que toca, si se defiende la ideología liberal, es indagar acerca de los riesgos que puede entrañar. Lo contrario serán meras promesas de prosperidad. Y ya sabemos el resultado de todas esas utopías que han tentado al hombre en su búsqueda eterna de la Arcadia feliz.

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