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Ochenta años de la muerte de Miguel Hernández, el rayo que aún no cesa

Hoy el tiempo se ha puesto amarillo sobre su fotografía. Para homenajearle, sin embargo, mejor que escribirle es leerle, que para algo escribió él.

Miguel Hernández en Orihuela en 1936 | Biblioteca Nacional

Él no murió como el rayo porque su agonía fue más lenta. A su cadáver se le quedaron los ojos abiertos, y esa curiosa casualidad fue suficiente para establecer las más brillantes reflexiones. Es fácil decir que su cuerpo de muerto cabrero se quedó así como siempre vivió, ávido de luz y de palabra. Pero también se podría pensar que falleció en el borde de una última intuición poética, como si lo que quisiese fuese echar la vista por sobre las sombras de la nada para extraer una estrofa que atravesase el silencio. Algo como el rayo o como el cuchillo, carnívoro, que prolongase su vida.

En realidad, con Miguel Hernández pasa como con tantos desheredados de la guerra. A su alrededor se inflan palabras que no significan nada y al recordarlos, inevitablemente, se intuye que sólo ellos habrían podido escribir una buena elegía de sí mismos. Con él ocurre también lo que pasó en las letras españolas desde el fin de la Guerra Civil. Se ha dicho que unos ganaron las armas pero perdieron la palabra y otros, por el contrario, ganaron la palabra pese a haber perdido lo demás. A raíz de esa curiosa injusticia se han erigido monumentos literarios y se han cavado fosas también, prolongando durante décadas una separación intelectual que ligó la calidad a la ideología.

Con Miguel Hernández ocurre otra cosa porque no dejó que el cruel conflicto engullese su figura, ni consintió ser utilizado una vez vio perecer la causa que había defendido. Mientras unos perdían la guerra y se disponían a ganar la propaganda, él decidió volver a Orihuela porque su intención fue vivir. Quiso huir con tal de conseguirlo. Sabemos que no lo logró. En su periplo carcelario siguió escribiendo hasta que se le agotó la voz sin que se le apagara la mirada.

En los últimos años se han publicado varios esfuerzos por regresarlo íntegro, sin ese aura de mártir que tanto desviste a los muertos de sí mismos. José Luis Ferris, escritor de una de sus biografías más celebradas, le definió hace años como un militante apasionado de la vida, al tiempo que matizaba el mito exclusivo de poeta pastor, pobre rayo de luz autodidacta y demás lugares comunes que proliferaron a su alrededor aprovechando su temprana muerte. Miguel Hernández fue ante todo un hombre de ideales sólidos y palabra precisa, que no quiso traicionarse y que terminó muerto, como tantos otros durante el episodio más cruel que vivió una sociedad fanatizada y enferma. Por algo fue llamado el poeta del pueblo. Hoy, día en que se cumplen ochenta años de su fallecimiento, el tiempo se ha puesto amarillo sobre su fotografía. Para homenajearlo, sin embargo, mejor que escribirle es leerle, que para algo escribió él.

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