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Pablo de Lora: "Nuestra política, y por tanto nuestra legislación, nos trata como a niños. Y eso es preocupante"

El catedrático de la Filosofía del Derecho publica Los derechos en broma, un ensayo sobre la degradación de la ley por su excesiva moralización.

El catedrático de la Filosofía del Derecho publica Los derechos en broma, un ensayo sobre la degradación de la ley por su excesiva moralización.
El catedrático de Filosofía del Derecho Pablo de Lora. | Archivo
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Pablo de Lora, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, comienza su último libro analizando algunas de las exposiciones de motivos de normas promulgadas en los últimos años por diferentes autoridades, tanto en Estados extranjeros como a nivel autonómico español. Los ejemplos son reveladores: desde elucubraciones histórico-filosóficas acerca de la esencia emprendedora del País Vasco hasta ripios pretendidamente literarios para ensalzar las virtudes de un político al que conmemorar. "En muchos textos legislativos, las exposiciones de motivos que anteceden al articulado no son más que reservorios manifiestos en los que volcar altisonantes compromisos ideológicos y normativos (de calidad variable)", escribe en el preámbulo de Los derechos en broma (Deusto), que así se llama su libro. Aunque no es eso lo que le parece más preocupante: "La ley misma, el instrumento jurídico por antonomasia, también se ha visto infectada por una parecida corrupción". Su texto es un repaso de esa degeneración y un análisis de sus causas, pero también una denuncia de los peligros democráticos que entraña la consolidación de este fenómeno, al que ha bautizado "legislación santimonia". Hablamos con él:

Pregunta: Señor De Lora, ¿qué es la "legislación santimonia"?

Respuesta: Es una etiqueta que me he inventado para hablar de una legislación cada vez más extendida y que tiene un carácter concreto. Podrían usarse otras etiquetas. Algunos hablan de "legislación simbólica", o de "legislación exhibicionista", o de "leyes relato". Vienen a ser normas con rango de ley y con escasísimo carácter prescriptivo. Algunas no tienen una densidad mínima en la estructuración de un órgano, o en la atribución de competencias. Lo que tienen son buenos deseos. Están repletas de infinitivos del tipo: "Se hará todo lo posible". Pero sobre todo lo que hacen es una exhibición de virtud. Al redactarlas, el legislador se preocupa muy mucho de dejar claro que está muy concernido, muy preocupado, e incluso alarmado. Por ponerte un ejemplo, hay una normativa reciente que es bastante ilustrativa. Un decreto relativo a las medidas para que haya "ajustes razonables" y todo tipo de "adaptaciones necesarias" para "cualesquiera diversidades funcionales que se presenten". Para que me entiendas, diversidad funcional es lo que hoy, en lenguaje políticamente correcto, entendemos por discapacidad. Bueno, el decreto está redactado con una exhaustividad impresionante. Contempla todo lo imaginable en todos los ámbitos. Edificios públicos, prestación de servicios de todo género, empresas… Todo. Lo lógico, por tanto, es pensar que una adaptación global y general tan enorme y pormenorizada debe tener unos costes también elevadísimos. Pero luego, llegas a la disposición adicional del decreto y lo primero que dice es que todas las adaptaciones registradas anteriormente se harán sin que ello comprometa en absoluto el gasto. Sin que haya ningún incremento del gasto público, vamos. Bueno, pues ya me dirás cómo van a poder llevarse a cabo, entonces.

P: Es como si los legisladores creyeran que pueden cambiar la realidad mágicamente simplemente redactando sus deseos en leyes.

R: Exactamente. A eso es a lo que llamo, en el libro, el "Estado parvulario". No sólo en España, en buena parte del mundo, la política contemporánea nos trata como a niños. No es una política para adultos. Algo preocupante. Es una política, y por tanto una legislación, que parece desconocer el principio de realidad. Y de eso doy abundantes pruebas. Hubo un momento maravilloso en el Congreso, por ejemplo, cuando se estaban discutiendo los famosos Presupuestos de la Recuperación —cuando parecía que la pandemia del Covid terminaba—, en el que compareció el gobernador del Banco de España; un señor austero, realista y conocedor de los números. Vino a decir que esos presupuestos, y concretamente el incremento del sueldo de los funcionarios, en un contexto de caída del PIB como no se había visto en décadas, le parecían inadecuados. Y hubo un par de diputados que le contestaron que eso era algo que él se podía permitir decir, pero ellos no. Fue un momento extraordinario. Populista donde los haya. Algo que vino a confirmar lo que Félix Ovejero llama la "lógica de Juncker". Juncker es el comisario de la Unión Europea que, en el contexto de la crisis del 2008, dijo eso tan ilustrativo de que todos sabían lo que había que hacer, pero no sabían cómo hacerlo y ganar también las próximas elecciones.

P: Ya. Lo llamativo es que uno puede llegar a aceptar que ese populismo sea hasta cierto punto inevitable; puede llegar a asumir que se van a dejar de llevar a cabo iniciativas necesarias por populismo. Pero lo que usted explica en el libro es que ahora se están redactando leyes populistas, directamente. Leyes innecesarias, ineficaces, contradictorias y, a la larga, contraproducentes, pero que suenan muy bien. ¿Era realmente necesario que el populismo se colara en la legislación para "ganar elecciones"?

R: Es que a mí me parece que detrás de quienes promueven esas piezas legislativas populistas de las que hablas hay personas que se creen realmente el discurso. Es decir, los hay cínicos, pero también los hay creyentes. Tenemos legisladores que creen genuinamente que todo puede cambiar porque en determinado artículo han dejado escrito que las instituciones públicas promoverán no sé qué. Es algo que está pasando. Entre otras cosas, lo que creen es que hay una punta de un iceberg que vemos, pero que su responsabilidad es sacar a la superficie todo lo que se esconde debajo. Esto se ve muy claramente en el ámbito de las libertades sexuales y de los delitos contra la libertad sexual. Claro, cuando tú estás todo el día diciendo que vivimos en un sistema patriarcal, pero resulta que los datos no lo confirman… Cuando tú dices que la violencia sexual es una forma de dominación masculina intrínseca a nuestro sistema, pero después resulta que los delitos contra la libertad sexual ya están fortísimamente castigados; o que los violadores son repudiados socialmente; que incluso en las cárceles lo pasan especialmente mal, con penas de privación de libertad larguísimas; o que el número de delitos que se producen, investigan y condenan no confirma tu discurso… Pues bueno. Lo que buscan estas leyes, por tanto, es hacer emerger esos icebergs que no vemos pero el legislador sí. Dicen, por ejemplo, que independientemente de lo que ocurra, la administración va a tener la potestad de acreditar víctimas. Y, de esa forma, vamos a tener víctimas más allá de lo que hayan dicho tribunales penales en procesos formalizados. Va a haber una acreditación administrativa de la condición de víctima…

P: ¿Eso quiere decir que podría llegar a darse el caso de que algunos acusados sean tenidos por agresores pese a que un tribunal los haya absuelto?

R: No exactamente. O sea, la administración no va a poder decir en ningún caso que ese señor es un agresor. Sólo faltaba. Eso ya sería como tener una Justicia paralela. Lo que sí puede hacer es acreditar la condición de víctima de una persona, aunque no haya agresor. Es decir, aunque el presunto agresor haya sido absuelto. Es así de delirante. También se va a considerar víctima a quien está en el proceso de denunciarlo. A la que se lo está pensando pero todavía no ha formalizado la denuncia, vamos. Pues esa también es una víctima.

P: Una de las incoherencias que señala en el libro es que otorgamos un peso mayúsculo a la voz de los menores, hasta el punto de llegar a cargarlos con responsabilidades que después no exigimos a muchos adultos.

R: Sí, yo en el libro apunto a una cierta patología, síntoma de la infantilización. Es decir, cuestiones que son enormemente complejas y para cuya solución se necesita muchísima experiencia, sabiduría, conocimiento adquirido a lo largo de los años, etcétera, se presentan en la discusión pública con simplificaciones, brochazos y llamadas a la acción un tanto indefinidas. E incluso son proclamadas, en algunos de los casos, directamente por adolescentes. Es lo que pasa con la discusión acerca del cambio climático. No sé. Se puede tener sensibilidad. Yo no digo que sus demandas no sean escuchadas. Pero, claro, llega un momento… Recuerdo aquello de los viernes sin cole, por ejemplo. Una iniciativa de hace unos años para protestar por el cambio climático. Es algo que pasaba en Estados Unidos, por lo menos. Los viernes no había clases, pero se iba al colegio a protestar contra las excesivas emisiones de CO2. Pues bien: todos los adolescentes que vivían en barrios de rentas altas, o estratosféricas, en algunos casos, iban a los viernes sin cole para protestar contra el cambio climático en su coche particular. Eran chavales de 16 años que se quedaban sin clases los viernes porque querían protestar contra las emisiones de CO2, pero que preferían no coger el autobús escolar e ir al colegio en coche. Bien, todos tenemos incoherencias. Pero las incoherencias que tenemos los adultos, los adolescentes las pueden llegar a tener multiplicadas por diez.

P: ¿Cómo se trasladan esas incoherencias a la ley?

R: En el libro pongo varios ejemplos que me parecen bastante reveladores. Una legislación que ha caído en incoherencias manifiestas y sobre la que nadie ha podido decir nada, por esa "lógica de Juncker" a la que antes aludía, es la reforma en materia de discapacidad. No tanto la reforma que hubo del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, lo que comúnmente conocemos como Reforma del Régimen de la Discapacidad en España, sino la reforma de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General que permite a todos los incapacitados, con incapacidad general plena, ejercer su derecho al sufragio activo y, por esa misma razón, ser también elegibles como miembros de mesas electorales. Bueno, esa reforma de la LOREG me parece que no contó con una sola abstención. Nadie se atrevió a señalar las posibles problemáticas que se podían producir. Nadie quiso señalar la contradicción evidente que existía, en origen, en dicha reforma.

P: En relación al tema de la discapacidad, me pareció muy iluminador el ejemplo que usted introduce en el libro cuando menciona la incoherencia que se da al legislar desde la convicción de que la discapacidad no existe —que lo que ocurre es que la sociedad no está adaptada para personas con capacidades distintas—, pero se recoge legalmente, al mismo tiempo, que la voluntad última de seguir viviendo de un enfermo que haya expresado con anterioridad su decisión de recibir la eutanasia puede no ser tenida en cuenta si el Estado determina que ya no está en sus cabales.

R: Claro. Es que si tú dices que la discapacidad mental no existe, por ejemplo, que esa condición no existe, el documento de voluntades anticipadas que aparece en la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia tiene que desaparecer también. Porque un documento de voluntades anticipadas presupone conceptualmente que tu voluntad futura puede no ser válida, porque no puedes tenerla.

P: Porque se te considera un discapacitado.

R: Exactamente. Entonces, o una cosa o la otra. Pero las dos a la vez no. Y si tú dices que una persona de treinta años con una discapacidad severa puede votar, ¿cómo explicas que un adolescente de catorce años no pueda votar? Es decir, nosotros ejercemos sobre los menores de edad potestades por buenas razones paternalistas. Y, desde el punto de vista estrictamente cognitivo, esos hijos nuestros tienen muchísima más capacidad que muchísimos discapacitados sobre los que ahora decimos que ya no podemos ejercer ninguna tutela. Es algo sencillamente disparatado. Yo he discutido bastante sobre esto con muchísimos juristas que tienen buena fe y que conocen bien el tema. Y muchísima gente sabe que el rey está desnudo, pero nadie lo quiere decir. ¿Por qué? Bueno, creo que aquí funciona una cosa a la que los lógicos llaman falacia moralista. Hay mucha gente que cree que porque dos individuos pertenecientes a la especie humana, sea cual sea su condición, tienen la misma dignidad y los mismos derechos básicos, son iguales. Pero no es así necesariamente. Y lo sabemos perfectamente. Se trata de una inferencia del deber ser al ser inválida. Falaz. No se sigue. Porque no hace falta ser iguales para compartir la misma dignidad. Yo puedo decir que un discapacitado, igual que cualquier otra persona sin discapacidades, tiene derecho a no ser torturado bajo ninguna circunstancia. Pero eso no quiere decir que, por ello, seamos iguales.

P: ¿Por qué cuesta tanto decirlo?

R: La cosa es que, cuando hablamos de derechos humanos, es fácil caer en este tipo de falacias. Se confunden conceptos porque el término igualdad se utiliza para referirse a dos cosas distintas. Es decir, las mujeres y los hombres somos iguales en dignidad y derechos, eso nadie lo discute, pero también hay factores fisiológicos determinantes que hacen justa la segregación o la discriminación en ciertas circunstancias. Porque no somos iguales en todos los aspectos. La fuerza muscular que tienen los hombres es mucho mayor que la de las mujeres, por ejemplo. ¿Eso vale para que las mujeres no puedan conducir? Por supuesto que no. Pero sí vale a la hora de determinar quién va a una guerra en primera línea, o quién se saca una plaza de bombero.

P: ¿Qué son los derechos humanos?

R: Yo lo que trato de defender en el libro es una vieja idea. Los derechos humanos son derechos, en primer lugar. Es decir, son posiciones normativas, que pueden ser entendidas como una inmunidad. Por ejemplo, yo puedo decir que tengo derecho a la libertad sexual, pero eso no quiere decir que pueda exigirle a otra persona tener relaciones sexuales conmigo. Lo que quiere decir es que ni el Estado, ni el poder público, ni nadie, puede impedir que yo tenga relaciones sexuales consentidas con otra persona. En ese sentido es una inmunidad. Son posiciones normativas. Inmunidades, libertades o privilegios, reclamaciones y poderes. Pero los derechos humanos son un tipo particular de derechos. Porque son universales —pertenecen a todos, independientemente de cualquier otra condición. La única condición es pertenecer a la especie humana— y porque son absolutos. Esto último es muy importante. Que sean absolutos significa que no hay ninguna causa que justifique su vulneración. Se trata de algo interesante porque pueden existir causas concretas que otorguen ganancias sociales a cambio de la vulneración del derecho humano de un único individuo, por ejemplo. "Es que si matamos a una persona concreta va a aumentar el bienestar colectivo; es que es de interés público; es que se van a evitar más muertes", lo que sea. Pues ni por esas. Cuando uno dice que el derecho a no ser torturado es absoluto quiere decir que si un policía tortura a alguien que resulta ser culpable y, gracias a eso, logra evitar una masacre, a pesar de todo, ese policía tiene que ser juzgado y condenado. Eso es tener un derecho en serio. Pero como es algo tan contraintuitivo, hay mucha gente que no quiere vivir en una sociedad que rinde un auténtico y genuino respeto a ese tipo de derechos. Yo sí. Yo sí quiero vivir en una sociedad así. Bueno. En último lugar, para terminar de contestar a tu pregunta, los derechos humanos son también inalienables. El ejemplo clásico de esto es el de venderse como esclavo. Algo que hasta John Stuart Mill decía que tenía que prohibirse. Uno no se puede vender como esclavo. ¿Por qué? Pues porque no puede alienar su derecho. Puede alienar su ejercicio: puede vender su desnudez a una productora pornográfica. Pero no puede vender su libertad. No se puede esclavizar. En fin. Esos son los derechos en serio. Y con esas características —universales, absolutos e inalienables— existen muy pocos.

P: Pero cada vez se reivindican más, en el discurso público.

R: Eso es. Es algo muy eficaz en la retórica política. Pero tiene un problema, y es que si vas aumentando los derechos humanos indiscriminadamente, acaban entrando en conflicto. ¿Y cómo resuelves el conflicto? Pues hay una cosa que llamamos ponderación. "Bueno, en este caso, parece que la libertad de información pesa más que la de intimidad…". Eso es lo que trato de explicar en el libro.

P: Cuando todo es un derecho…

R: Nada lo es. Efectivamente.

P: Se pierden garantías. Deja de haber un marco de referencia claro al que acogerse. Al final, en determinados casos, la cosa depende de lo que decida un juez según criterios subjetivos…

R: Y se empobrece el discurso público. Esgrimes que algo es un derecho y automáticamente la discusión acaba. O haces que, si se ha consagrado un derecho en la Constitución, toda la discusión pública gire en torno a la exégesis constitucional. Algo que tampoco es bueno y que está pasando estos días, por ejemplo, a propósito de la amnistía y su encaje constitucional. El debate se degrada. En realidad, no se trata de interpretar la palabra ley en el artículo 67 de la Constitución, que habla del derecho de gracia. Se trata de que discutamos las razones de fondo. Las razones políticas y morales para otorgar o no esta amnistía. Déjeme usted de hacer exégesis constitucional. En fin. Ese es el riesgo que se corre cuando se consagran o se aprueban constituciones con listas de derechos muy prolijas.

P: Hablando de constitucionalismo, dedica muchas páginas del libro al tema. Me ha parecido interesante la reflexión acerca de las potestades del Tribunal Constitucional.

R: El problema al que yo me refiero es un clásico. Tiene que ver con la jurisdicción constitucional. La mera existencia de un órgano encargado de controlar la constitucionalidad de las leyes lo convierte en sospechoso. Hablamos de una institución sospechosa desde sus orígenes norteamericanos. ¿Por qué? Pues porque compromete el ideal de la regla de la mayoría. Es decir, tú tienes un legislador que decide aprobar una ley, siguiendo el procedimiento, y resulta que esa ley puede ser contraria a algún precepto de la Constitución. Hay que tener en cuenta que, en situaciones de normalidad institucional, el legislador no aprueba leyes flagrantemente inconstitucionales. O sea, lo que ocurrió en Cataluña en 2017 es rarísimo que ocurra. Casos de flagrante inconstitucionalidad del legislador no se suelen producir. La mayor parte de las veces lo que ocurre es que la cuestión es muy discutible. Y entonces hay un mecanismo de control de constitucionalidad de la ley que traslada al seno del Tribunal Constitucional la controversia. Bien, el problema no estriba sólo en que los miembros de dicho tribunal no hayan sido elegidos siguiendo las vías democráticas más directas. En Estados Unidos los jueces de la Corte Suprema son elegidos de por vida. Es decir, una vez elegidos, no le deben su puesto a nadie. Y estas controversias también se dan. El problema estriba en que cuando la constitucionalidad de una ley es evidentemente discutible, lo que te encuentras dentro del Tribunal Constitucional es desacuerdo. ¿Y cómo se resuelve, entonces, la controversia acerca de la constitucionalidad de esa ley?

P: Supongo que por democracia interna del propio tribunal. Por votación.

R: Entonces la pregunta que sigue es inmediata. ¿Por qué esa mayoría tan ajustada pesa más que la del Parlamento?

P: Por salvaguardar los contrapoderes del Estado, ¿no? Al final, hay que controlar al legislativo de alguna forma. Un legislativo que tuviera la potestad de decidir acerca de la constitucionalidad de las leyes que aprueba terminaría dejando la Constitución en papel mojado…

R: Bueno, efectivamente. Pero, ¿es improcedente preguntarse si tenemos que tener una Constitución, en primer lugar? Quiero decir, es cierto que el Constitucional es un contrapeso para controlar a un legislador que pudiera decidir mañana meternos a todos en campos de concentración, por ejemplo. Pero estamos partiendo de la premisa de que estamos en una situación de normalidad democrática. Vayamos más allá. ¿Tú crees que si en España existiese una mayoría que estuviese dispuesta a meternos a todos mañana en campos de concentración, el Tribunal Constitucional lo pararía? Yo creo que no. Pero no por las injerencias que podamos denunciar del Gobierno en el Tribunal Constitucional actual. Simplemente porque no lo haría. No hubo Tribunal Constitucional que parara el totalitarismo horrible que asoló la Europa de entreguerras.

P: De ahí la paradoja que introduce en el libro. El hecho de que, cuanto más evidente y peligrosa es la inconstitucionalidad de una norma, menos poder tiene el Constitucional para revocarla.

R: Eso es. Ahí, digamos, hay fórmulas. Es decir, cuando te he preguntado por la improcedencia, o no, de tener una Constitución en primer lugar, es porque existe más de un país perfectamente civilizado, próspero, rico y con garantías jurídicas que no tiene ni Constitución ni Tribunal Constitucional. Y, en cambio, todos los países latinoamericanos, con índices de pobreza que te caes de la silla, ataques a las libertades, etcétera, tienen constituciones floridísimas y tribunales constitucionales carisísimos. Piénsalo. Bueno, es algo que depende de muchos factores. Culturales, históricos, probablemente… Pero volvamos ahora a la cuestión de por qué pesa más la decisión de una Corte Suprema que la del legislador. No es algo que se me haya ocurrido a mí, ni muchísimo menos. Es una cuestión que se lleva discutiendo desde 1803, que es la primera vez que se elaboró una institución para el control constitucional de la ley. Bien. Hay fórmulas, como te decía. Fórmulas intermedias, que estarían más en consonancia con constituciones más escuetas. Al final, hay que preguntarse, ¿por qué el Tribunal Constitucional puede llegar a tener tanto margen para sobreponerse al legislador? Pues porque a veces se da una "sobreconstitucionalización". Porque, como no nos tomamos los derechos en serio, metemos en los catálogos de derechos constitucionales muchísimas cosas que no son auténticos derechos. Y entonces pedimos al Constitucional que haga nuestro trabajo y que decida qué derecho prevalece en cada caso. Un trabajo que debería haber hecho antes el legislador. Y que probablemente el Constitucional no esté llamado a hacer, además. Tampoco por razones democráticas.

P: Al final, declararse constitucionalista y aludir a la Constitución como solución última e infalible no deja de ser un poco infantil también, ¿no?

R: Lo que yo vengo a decir es que, frente a lo que sostienen algunos de que el constitucionalismo captura el ideal de Justicia en nuestras sociedades, hay dimensiones de ese constitucionalismo que no satisfacen las concepciones morales de todos los individuos de la sociedad. Y, pese a eso, tampoco voy a renunciar a seguir diciendo que acato todas las leyes. Porque creo en el Estado de derecho y en el imperio de la ley. Y creo que, de otro modo, la convivencia sería imposible. Ahora bien, a lo que tampoco voy a renunciar es a mi denuncia de que existen leyes que son injustas. Sigue habiendo un espacio para la denuncia moral, porque el derecho no agota el ideal de Justicia. Ni siquiera cuando se dota de una Constitución repleta de preámbulos y frases maravillosas.

P: ¿Es realista pensar que se puede revertir la infantilización jurídica que denuncia en el libro?

R: Bueno, para revertirla habría que empezar a tomarse a las instituciones en serio. Y, para eso, la ciudadanía se tiene que tomar en serio a sí misma también. Desgraciadamente, sólo cuando vemos el camión a punto de arrollarnos nos damos cuenta del destrozo previo. Pero las instituciones, y las personas que las ocupan, no son el producto de un aterrizaje repentino. Son el producto de las decisiones de los ciudadanos. Y, mientras los ciudadanos no se persuadan de que la separación de poderes es indispensable; de que un legislador no lo puede todo; de que hay derechos que, cuando se toman en serio, impiden tomar determinadas decisiones; de que las instituciones independientes reguladoras suelen funcionar mejor; etcétera… Hasta que todo eso no transpire, no capilarice, creo que no habrá nada que hacer. Para eso, claro, tiene que haber una oferta electoral que vaya en ese sentido también. Una oferta electoral en serio, que huya del populismo en serio. Aunque, bueno, tampoco quiero caer en la ingenuidad de pensar que el populismo es evitable. Soy consciente de que toda contienda política tiene que tener un componente populista. Lo que pasa es que el grado en el que estamos, tan exacerbado, es muy preocupante.

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