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Jorge Bustos: "La pureza no es humana"

El periodista y escritor publica Casi, una crónica del desamparo de las personas que no tienen hogar en el Madrid de hoy.

El periodista y escritor publica Casi, una crónica del desamparo de las personas que no tienen hogar en el Madrid de hoy.
Jorge Bustos, escritor. | David Alonso Rincón
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Poco se puede añadir a lo que ya ha dejado escrito Jorge Bustos en Casi (Libros del Asteroide). Y se trata de una cruda paradoja, pues él mismo reconoce no haber aportado más que lo que le iban mostrando poco a poco sus protagonistas: los usuarios del centro de acogida para personas sin hogar más grande de España. El Casi, acrónimo de Centro de Acogida San Isidro, es un trozo de la historia menos contada de Madrid. Desde hace décadas es el embudo al que van a parar las personas que lo han perdido todo. Bustos reparó en él porque no le quedó más remedio, al poco de mudarse a unos metros de su puerta. Lo que ha escrito, por tanto, es el resultado de la decisión de mirar allí donde antes apartaba la mirada. Todas las personas que aparecen por sus páginas, todas las historias que narra, son testimonios descarnados de sufrimiento. "Algo para lo que nadie en esta vida está vacunado". Funciona así como una advertencia y como una sutil llamada. Al fin y al cabo, sólo atreviéndose a mirar puede uno descubrir aquello que nos hace humanos. Hablamos con él:

Pregunta: El posfacio de su libro se titula "¿Para qué sirven los pobres?". ¿Para qué sirve este libro?

Respuesta: Pues no lo tenía claro cuando lo empecé porque nació como de una especie de llamada misteriosa. Cuando me mudé a este barrio y empecé a tropezarme con los usuarios del Casi fue como una intuición, un chispazo. Te das cuenta de que ahí hay algo. De que puedes elegir no mirarlo. De que, de hecho, no mirar es incluso la reacción más natural. Porque la realidad es que no es gente agradable de ver, de tocar, de oler… Es gente de la que la gente se aparta. Me pasaba a mí como le pasa a tantísimas otras personas. Pero ocurre que llega un momento en el que se hace imposible seguir ignorándolo. No sé. Los periodistas siempre estamos buscando historias que contar. Y esta historia nos interpela a todos. El sufrimiento es la gran verdad de la vida. En la reacción que uno tiene ante el sufrimiento adivina de qué materia está hecho. Yo he tenido una vida privilegiada, me siento una persona afortunada, he conquistado una cierta posición social en el oficio, me acabo de comprar una casa ahí enfrente. Y el contraste que uno percibe cuando decide acercarse y conocer las circunstancias que hay detrás de quienes viven en la exclusión más absoluta es muy revelador. Uno descubre que nuestra seguridad es más o menos ficticia. Ninguno estamos blindados ante la desgracia. Ese contraste detonó algo dentro de mí. Una especie de curiosidad que luego se transformó en interés y por último en la pregunta: ¿Y si? Es una pregunta que se bifurca hacia varias direcciones. En mi caso concreto, ¿y si te atreves a mirarlo de frente y a meterte en ese mundo, aunque no hayas hecho nunca periodismo social ni reporterismo de este tipo? Por lo pronto, lo más probable es que al menos encontrase una buena historia, o una suma de buenas historias. Y por el camino a lo mejor averiguaba algo más sobre mí mismo. Claro. Escribimos para saber quiénes somos.

P: Me interesa ese rechazo inicial del que habla. Creo que es un sentimiento muy común y, a la vez, tremendamente contradictorio.

R: Así es. A mí es lo que me hizo escribir este libro. Pero es que la incomodidad es un motor magnífico para escribir. Uno no escribe desde el confort. Uno no escribe desde la prosperidad, la paz, la alegría, la felicidad… Cuando estás feliz, cuando nada te interpela, no escribes. Uno escribe cuando algo le trastoca los esquemas. En mi caso, tengo a 400 metros de casa el centro de acogida más grande de Madrid. Era una oportunidad que mi barrio me ofrecía.

P: ¿Cómo se enfrenta a eso un escritor?

R: Te puedo responder a cómo se enfrenta a eso un periodista: diferenciando muy bien cuál es el papel del reportero. Un periodista no es un activista. Es verdad que este problema, por fortuna, pulsa muchas conciencias y tiene la capacidad de persuadir a mucha gente para comenzar a hacer voluntariado, por ejemplo; o para intentar atender a los demás, salir del yo, sentirse útil... Para ayudar a gente que está mucho peor. Pero la tarea del periodismo no es el activismo. Ahora se tiende a confundir. Desde mi punto de vista, bastante buena labor hace el periodista cuando se limita a contar exclusivamente las cosas como son. Como suceden. Yo me encontré un tema poco explorado. Es decir, la realidad de los sintecho es conocida, hay campañas cada vez que viene el invierno, el Ayuntamiento pone en marcha anuncios de iniciativas, mantas, alimentos... Pero libros como tal, reportajes, atención mediática, no hay prácticamente. Se trata de un colectivo que está carente de rentabilidad política. Hay un rédito político en la lucha contra la homofobia, que es necesaria; hay un rédito político en la lucha contra la xenofobia, que es necesaria; pero en la lucha contra la aporofobia, este tecnicismo que acuñó Adela Cortina, no hay ningún rédito político. No se rascan votos agitando la causa de los sintecho. Quizá por eso son los menos relatados. Eso me motivó, también. Además, por el camino podía examinarme un poco a mí mismo. Después, poco a poco, haciendo las entrevistas con estas personas, tanto con las personas sin hogar como con los trabajadores sociales, me di cuenta que era la punta de un iceberg. Había muchísimo material que estaba por contar.

P: Un tema del libro podría ser el punto en el que se encuentran la responsabilidad individual y la responsabilidad colectiva… En el caso de los sintecho, es un punto muy visible.

R: Sí. Mira: quizá por el miedo atávico que tenemos a acabar como ellos, quizá porque hay algo muy profundo dentro de nosotros que nos hace odiar la pobreza —y odiarla en un sentido casi antropológico, tribal, incluso egoísta—, se puede acabar pensando: "No hay nada que yo pueda hacer, ellos están así porque se lo merecen". Esto decía precisamente el puritanismo protestante. "Están así porque son el producto de sus malas decisiones". Y hay un momento en el que piensas así, que te planteas eso. Por el lado contrario, hay otra forma de reaccionar, que es: "Están así porque el sistema es injusto, porque el capitalismo es radicalmente desigual y es el causante único de toda pobreza e injusticia que ocurre en el mundo". Para mí, entre los que piensan que cada uno es el producto perfecto de sus decisiones y los que piensan que somos simples víctimas de injusticias sistémicas, está la verdad. En el medio de esos dos argumentos tramposos y extremos, digamos de extrema derecha y de extrema izquierda, hay una verdad esencial que tiene que ver con la fortuna que has tenido en la vida, con los padres que has tenido, con tu dotación genética, con la educación, con tu entorno social… Yo en el Casi me he encontrado con personas que son licenciadas y que son catedráticos. Ahí vive gente que ha tenido un chalet en Majadahonda y una familia. Hay un torero que tomó la alternativa con Ortega Cano y que fue chef con Arzak. Hay un tipo que conoció a Warhol y que estuvo en La Movida, porque era un crítico de arte exitoso. Está Lucía, una joyera que se arruinó en la pandemia. Hay vigilantes de seguridad… O sea, no sé cuál es el porcentaje. Quizá un 20% de las personas sin hogar son licenciados universitarios. Al descubrir eso es cuando se activa dentro de ti la idea de que tú podrías ser uno de ellos. La distancia que nos separa es mucho más sutil de lo que parece. Porque, al final, todos vamos a sufrir en nuestra vida tres o cuatro momentos muy duros, tres o cuatro traumas gordos. Lo que ocurre es que normalmente la vida nos los da espaciados, de tal manera que tenemos capacidad de reaccionar. Las personas que parten de una clase media insertada en la sociedad y que acaban en la calle han encadenado en muy poco espacio de tiempo tres o cuatro traumas destructivos. El mecanismo ni siquiera es muy original. Siempre es el mismo: ludopatía, alcoholismo, adicciones, un brote de enfermedad mental, desahucio, divorcio. Pierdes el curro, pierdes la familia y acabas en la calle. Es un patrón perfectamente estudiado y se repite constantemente.

P: ¿Qué dicen ellos de su situación?

R: Es muy interesante. Cuando les entrevistas y se abren a ti —que eso cuesta—, cuando te cuentan su proceso, lo hacen sin darse importancia. Y se atribuyen la culpa de lo que les pasa. Es llamativo. A diferencia de tanta víctima de medio pelo que invade ahora mismo la esfera mediática y política, esta gente, que son víctimas absolutas, que tendrían casi derecho a indignarse, se culpan a sí mismas de sus garrafales decisiones en la vida. Fue algo que a mí me sorprendió mucho. Tienen más motivos que nadie para fundar una asociación, un colectivo, una causa. Podrían acogerse legítimamente a una bandera que atrajera la atención mediática, las subvenciones, a los partidos políticos… Pero no tienen nada. Es algo reseñable. En una sociedad que está hipertrofiando el victimismo sistemáticamente, las víctimas más puras de la sociedad, las que acumulan violaciones —en el caso de las mujeres—, problemas de salud mental —que ahora están de moda también en la agenda política—, adicciones, todo tipo de desgracias, en cambio, no tienen quién las reivindique. No tienen abogados defensores que pongan sus problemas en primera plana. Son los pobres más absolutos, los excluidos. Son invisibles. Otra cuestión interesante, por evidente, es que no te mueve exactamente igual un chico que ha saltado la valla en Melilla, que ha cruzado en patera el estrecho y que ha acabado en Madrid, que alguien que podrías ser tú y que ha acabado de la misma manera. No activan de la misma forma eso tan manoseado que llamamos empatía. Por eso, parte de la función del periodismo es romper la barrera entre ellos y nosotros.

P: Otro de los temas del libro podría ser la conexión radical que existe entre la voluntad y la dignidad.

R: Sí, es cierto. Los primeros que te lo dicen son los trabajadores sociales. Es decir, no vas a sacar a nadie de la calle si esa persona no se deja ayudar. Los trabajadores sociales no pueden imponer su voluntad a las personas sin hogar. Hay gente que prefiere vivir en un estado de salvajismo, pero sin normas. Es gente que se expone a morir en la calle, a agresiones, a un deterioro rapidísimo. Da para pensar. Porque un mes en la calle es como uno o dos años de vida normal. La gente sin hogar tiene un aspecto muy avejentado. Luego les preguntas la edad y siempre te sorprenden. Así que el primer paso para tratar de ayudarlos es intentar inocularles la dignidad que ellos mismos asumen que han perdido para siempre. Y eso pasa, para empezar, por recuperar un propósito vital. ¿Qué te sucede cuando lo has perdido todo, cuando llevas una vida como de animal, cuando hace mucho tiempo que no hablas con nadie ni nadie te habla, cuando todo lo que recibes de los demás es violencia? Llega un punto en el que olvidas hasta tus habilidades previas a quedarte en la calle. No recuerdas que eras bueno en algo, que te gustaban algunas cosas. Cosas por las que merecía la pena vivir. ¿Y cómo vuelves a inocular todos esos intereses en alguien así? Pues los trabajadores sociales, en la búsqueda de ese grial que es la autoestima y la autonomía, tratan de fomentarles el autocontrol. La autoestima está unida al autocontrol. Es necesario sentir que vuelves a tomar las riendas de tu vida. Por eso existen las salas de reducción del daño, que son salas en las que se les da de beber en dosis medidas, para que prueben y vean que poco a poco se pueden controlar. La inmensa mayoría de ellos son alcohólicos… Al final, un hombre en la calle es un hombre sin voluntad de vivir. Y para recuperar la voluntad de vivir tienes que recibir una mínima satisfacción por una decisión propia. Porque los humanos estamos hechos para progresar en función de una cierta autoestima.

P: Me parece muy interesante el ejemplo de Jesús, que vivió ocho años en la calle y que consiguió salir de allí gracias a la simple decisión de no dormir jamás en el suelo.

R: Eso lo explica él y me parece increíble. De hecho, pensé en empezar el libro por ahí. Porque nos habla del concepto de dignidad. ¿Dónde está el rasero de la dignidad para personas que se han quedado en la calle? Cuando pierdes la dignidad acabas despreciándote a ti mismo y asumiendo como naturales los desprecios de los demás. Alguien como Jesús, que tenía un sentido estético potente, que era un gran dibujante, que se ganaba la vida retratando en el Retiro a los guiris que paseaban por ahí. Y que ganaba bien, además, que tenía talento —yo he visto sus dibujos, se han expuesto en una galería—. Se dio cuenta. Vio a su lado caer como moscas a otros sintecho que se abandonaban. Acababan vestidos con sacos en la Plaza Mayor. Así que se dijo: "Mientras yo no duerma en la calle, mientras mi espalda no toque el suelo, no habré caído tan bajo. Estaré alcoholizado, seguiré bebiendo como un animal, pero ahí pongo un límite". El límite es la voluntad. Él sabía que a partir de ese límite algún día podría volver a recuperarse. Y efectivamente, lo consiguió. Se negó a dormir en el suelo. Dormía en bancos o en marquesinas. Y después de ocho años ha conseguido finalmente la autonomía. Vive solo, está limpio, lleva un par de años sobrio, tiene una novia, tiene unos hijos que le visitan. Y era carne de cañón para acabar alcoholizado por completo, o muerto. Él ha visto morir a gente en la calle, la ha visto enloquecer. De hecho, tomó la decisión de dejar de beber cuando tuvo un episodio de delirium tremens, escuchando la radio. No entendía lo que sonaba, era como si le hablase en otro idioma. Imagínate. Se dijo: "Si sigo así voy a perder la cabeza. Y lo único que tengo es mi cerebro". No podía pintar, porque le temblaba mucho el pulso. Otros, que les gusta leer, tampoco pueden. Ten en cuenta que es gente que a las 8 de la mañana ya tiene síndrome de abstinencia. Se levantan con las manos temblorosas por la necesidad del alcohol. Y él, que tenía todos estos síntomas, se dio cuenta de que tenía un don que no tenían otros, que era la pintura. Y para preservar ese don dejó de beber. Fue a Alcohólicos Anónimos, se rehabilitó, pidió ayuda y ha conseguido salir. Es uno de los pocos ejemplos de éxito que cuento en el libro, porque no nos engañemos, es muy difícil salir de este mundo.

P: También es difícil la labor de los trabajadores sociales que narra en el libro. Recuerdan a Rieux, el médico de La Peste, de Camus. Parecen condenados a sentir su trabajo como una interminable derrota.

R: Los trabajadores sociales son héroes, directamente. Eso que dices lo explica muy bien la doctora que trabaja en el Casi. Lo normal es que uno necesite ver progresos en su trabajo. Si no, lo deja. Piénsalo: si quieres ser escritor y todo lo que escribes es una mierda que nadie te publica y que no tiene repercusión, pues lo acabas dejando. Un médico que no puede curar, que pasa consulta y sus pacientes vuelven a recaer constantemente, que encima es agredido por ellos, pues pierde el sentido de su profesión. Pero claro, de repente hay un caso luminoso y justifica tantos otros que no salen adelante. El Estado no tiene alternativa, tiene que seguir cuidando. La gente tiene una dignidad inalienable. Y no se ha inventado otra manera. Lo que más temen los trabajadores sociales es el peligro de la institucionalización, que lo llaman. Consiste en que algunos sintecho acaben agradeciendo de tal forma que les atiendan que se abandonen a sus cuidadores y pierdan el interés por salir de los centros. Hay gente que lleva 15 años viviendo en el Casi.

P: Hábleme del Casi.

R: Es una institución. Ha sido de todo. No fue hasta los años 80 que se convirtió en el centro de acogida que es ahora. Es una referencia nacional del asistencialismo, aunque para muchos es demasiado grande como para poder hacer un trabajo personalizado sobre cada caso. Pero es que no paran de recibir gente. El problema de las personas sin hogar está creciendo. No solo en Madrid, en todas las grandes ciudades. En todo occidente, de hecho. Las ciudades se están convirtiendo en megalópolis donde no todo el mundo encuentra su sitio. Las estadísticas de Caritas hablan de un crecimiento sostenido de personas atendidas año tras año. Cada vez llegan más jóvenes, cada vez llegan más mujeres, más extranjeros, más deteriorados mentales. Es un problema creciente que a veces desespera. Los trabajadores sociales no ven muchos progresos. Por eso cuando se produce que una persona logra salir, o que una mujer encuentra trabajo y deja la calle… supongo que eso les ratifica por todo el sacrificio que supone su trabajo. Lo que hacen vale mucho más que una nómina de trabajador social. Es algo vocacional.

P: En el fondo es la misma vocación que la de las Hijas de la Caridad que viven allí también.

R: En cierto modo sí. Al verles trabajar, a unos y a otras, uno se da cuenta. En este mundo hay gente mala pero, por fortuna, hay gente muy buena también. Hay gente que siente la llamada del dolor ajeno de una forma vinculante. Existen psicópatas incapaces de sentir el dolor de los demás y gente que hace trabajo social porque se siente interpelada por él. No se explica de otra manera. En ese centro hubo en tiempos una comunidad de Hijas de la Caridad. De hecho, aunque siempre fue de titularidad municipal, desde su fundación, en plena posguerra, fue encargado a esa comunidad. Digamos que eran las profesionales de la caridad de entonces. Era la comunidad más numerosa y se encargaba de todas las tareas. Ahora quedan 5, todas de 70 años para arriba. Sor María Antonia, que es la que hace cabeza en esa comunidad, es una leyenda. Es respetada por todos los residentes. Se conoce las historias de todos y cada uno. Es el alma del lugar. Además es licenciada en trabajo social. Es decir, ha querido profesionalizar su vocación. Evidentemente, en un centro como el Casi, que tiene casi un centenar de trabajadores, todas las tareas ya están administradas de forma laica por el Estado. Hay monitores, educadores, trabajadores sociales. Hay toda forma de asistencia. Pero ellas siguen estando allí. Son como el núcleo irradiador de la caridad original del centro y no hay colisiones de ningún tipo. Tanto Maribel, la directora, que es funcionaria, como María Antonia, que es monja, se apoyan. Sería estúpido dividir el centro con una especie de escrúpulo laicista radical. Cuando cada mañana llega gente buscando cobijo, todas las manos son pocas. No te vas a poner a discriminar si alguien lo hace por vocación religiosa o porque es funcionario. Todos colaboran de forma armónica. Allí tratan de sacar a la gente de la pobreza más absoluta la izquierda y la derecha, la empresa privada y la administración pública.

P: En varios pasajes del libro escribe que el Casi parece estar convirtiéndose en un psiquiátrico porque cada vez llega más gente con problemas mentales. ¿Hay alguna explicación?

R: Yo creo que tiene que ver con la pérdida de vínculos familiares en la sociedad occidental. Somos animales sociales, al fin y al cabo. Somos animales familiares. No nacemos por huevos. Estamos preparados para nacer en entornos familiares. El individualismo moderno está erosionando esos lazos. La gente pierde referencias, está cada vez más aislada. Y eso afecta al cerebro. Está estudiado. Hay evidencias empíricas de que la soledad no construye sociedades sanas.

P: ¿Cuál es el riesgo de suicidio entre los sintecho?

R: Bueno, episodios autolíticos hay de forma frecuente. En el libro cuento el intento de suicidio de Jesús, por ejemplo. El hombre del que hemos hablado antes, que ahora le va bien y ha recuperado autonomía. Él pensó en suicidarse varias veces. Hasta lo planeó. Lo que pasa es que le faltó valor. Porque para matarse hace falta un instante de coraje. En cualquier caso, gracias a que superó esa tentación ahora está bien. Otra de las usuarias me contó, con una naturalidad desarmante, que cuando empezó la pandemia se tiró por la ventana del segundo piso. Y me lo contó como quien te cuenta que se ha comprado un paquete de cigarrillos esa mañana. Cuando se abren, empiezan a contarte unas enormidades que te ponen a prueba. Resquebrajan tus esquemas periodísticos, porque en el oficio estamos acostumbrados a sobredimensionar victimismos estúpidos. Se ha construido un ecosistema de cultura de la queja por el cual el colectivo que mejor se victimiza más atención recibe, más subvención y más rentabilidad política. Pero gente que realmente está en el grado cero de la existencia renuncia a darse ninguna importancia. Renuncia a darse un nombre.

P: En el prefacio menciona a Primo Levi y su descripción acerca del mayor miedo de las víctimas del Holocausto, que era no ser creídas. ¿Por qué generan rechazo las víctimas?

R: A la víctima de verdad no la puedes mirar. La víctima de verdad es Medusa. Te lo digo en serio. Si la miras te quedas petrificado. No sales de ahí. Por eso generan esas reacciones. Es una constante. Las víctimas reales, las víctimas de verdad, extremas, no las farsas que estamos acostumbrados a escuchar, porque no paran de victimizarse, han sido estigmatizadas siempre. Los primeros sidosos de California; las primeras mujeres maltratadas, que no se creían sus denuncias… Toda víctima lo es por partida doble. Primero cuando descubre que es una víctima ella misma; y luego cuando lo descubren los demás. Hay una cosa perversa en nuestra genética tribal, que es el "algo habrá hecho". Eso funciona, eso lo tenemos aquí dentro. Si a alguien le va muy mal hay un estigma que pesa. Como si hubiese sido castigado por Dios. Si alguien está en la calle es porque se lo merece. Hay un impulso dentro de nosotros que convive con otro impulso altruista. Son el bien y el mal combatiendo dentro de cada uno de nosotros. Hay épocas oscuras donde se impone el odio y la xenofobia, la aporofobia, la homofobia… y hay épocas ilustradas donde se impone la cooperación, la ayuda, la piedad. Todo eso sigue pasando hoy. Nos creemos en la cumbre del progreso pero rascas un poco y aparece el animal. De hecho, los mismos usuarios del Casi son racistas entre sí. Los magrebíes con los subsaharianos; los de Europa del Este con los sudamericanos; los españoles acusan a los trabajadores sociales de tener un trato de favor con los extranjeros; los extranjeros de tenerlo con los españoles. Es un ecosistema muy complicado porque cuando hay escasez de recursos y muchas personas tienen que pelear por la supervivencia aparece siempre el conflicto. Aparece la ley de la selva. Aparece el animal. Por eso inventamos la democracia, el Estado de derecho y el Estado del bienestar. Sara Mesa, en Silencio administrativo, escribe sobre esto, precisamente. El Estado del bienestar, dice ella, está pensado para ayudar a la gente, pero no a los pobres absolutos. Los sintecho no son gente que esté en riesgo de exclusión. Ya ha sido excluida. Ya está fuera de la polis. No son animales políticos como los demás. Los de dentro los rechazamos porque pensamos que pertenecen a una especie diferente. Y lo interesante es que nosotros podríamos estar perfectamente en su situación. Esta es la gran enseñanza que he sacado del libro. Ten la humildad de agradecer la vida privilegiada que llevas. Date cuenta, cuando los veas, de que podrías ser tú.

P: También dedica un capítulo a un centro de Menas y narra cuál es el perfil real de esos chavales.

R: Sí. Mira, creo que ni el xenófobo más químicamente puro de Vox, si lo llevo a la pensión de San Blas, donde viven lo que ellos llaman Menas (Menores No Acompañados), sale de allí creyéndose el discursito. Son niños que huyen de Senegal, de Argelia, de Marruecos. Han cruzado la valla. Han pagado todo lo que podían pagar a un traficante que los ha metido en una patera. Los entrevistas, desayunas con ellos y te cuentan que quieren ser peluqueros, que van los viernes a la mezquita y que quieren ser españoles. Quieren ser europeos. Quieren trabajar. Uno me dijo que quería ser periodista. Yo le intenté disuadir, naturalmente. Quieren ser hombres de provecho. No roban. Algunos se han metido un canuto de vez en cuando, pero son jóvenes que lo que quieren es salir adelante sin generarle conflictos a nadie. En estos casos, como siempre, lo que ocurre es que pagan justos por pecadores. Los meten a todos en el mismo saco. La idea del Mena es una idea abstracta. De hecho, la propia palabra facilita la abstracción. Para criminalizar a cualquier colectivo lo primero que tienes que hacer es deshumanizarlo. Pasarlo de hombre de carne y hueso, de mujer de carne y hueso, a una abstracción peligrosa, amenazante para tu identidad. Y eso es lo que hace el término Mena. Yo no discuto que haya Menas que se comporten como delincuentes. Ese no es el problema. Delincuentes hay en todos lados, sobre todo cuando la pobreza te impulsa a ello. No es una cosa de raza. Yo estoy seguro de que si Santiago Abascal hablase con ellos y escuchase cómo es su día a día no haría el discurso que hace. En esto es igual la izquierda y la derecha. La política consiste, por desgracia, en tribalizarnos para intentar sacar rédito del antagonismo. Pero en el fondo todas estas cuestiones son problemas sociales que hay que afrontar. Lo mismo ocurre con los que niegan la violencia machista. Si tú te vas a un centro de mujeres maltratadas y te cuentan sus historias, las palizas de sus maridos, o de sus exnovios, no puedes salir de ahí negando eso. Puedes tener discrepancias en el enfoque, en la eficacia del tratamiento, pero no puedes negarlo. La mejor manera de acabar con la demagogia tribalista es aterrizar el discurso. Encarnarlo en la persona que está delante de ti, que te cuenta su problema. Es un ejercicio muy sencillo, además. El problema es que quienes hacen esa clase de discursos —discursos que, por lo demás, no se creen— lo hacen porque lo dice el partido y tienen que repetir un argumentario. No se dan cuenta de que hay gente que se lo cree profundamente. Están inoculando un odio en gente que siente miedo real. Y eso es peligroso y nocivo.

P: Muchos dicen estar reaccionando contra el buenismo utópico y contra la corrección política intransigente del otro lado.

R: Bueno, es que es verdad que hay una hipocresía en cierta izquierda. Es muy fácil posar de progresista cuando tienes el patrimonio, no sé, de Ana Belén. Yo qué sé. Pero, más allá de que hay razón en la crítica a la hipocresía de cierta izquierda, no hay necesidad de convertirte en un xenófobo infame. ¿Por qué tienes que pegar ese pendulazo? ¿No te puedes quedar en el medio? ¿No puedes pensar que el problema no es la nacionalidad ni la raza, sino que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades? En el fondo todo esto se resume en la frase que abre El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. "Antes de criticar a nadie, recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú". Ese es el pensamiento base. Es el leitmotiv de este libro. Y el que tiene cualquier ciudadano mínimamente sensible al mundo en el que vive. Alguien que piensa que todo lo que tiene es fruto de su exclusivo esfuerzo y de la generalidad de sus decisiones es un puto ignorante. No sabe la cantidad de gente que ha tenido que trabajar para que él llegue a gozar de lo que goza. Más allá de que también es falso el discurso contrario, que dice que todo es culpa del heteropatriarcado, o del capitalismo, o de un sistema foucaultiano de control de la gente.

P: Otro discurso utilizado es el que habla de una batalla cultural, incluso religiosa, más que racial. Una especie de estrategia de conquista por parte de un enemigo que se aprovecha del estrabismo acomplejado de Occidente.

R: Pero es que eso es una trola. Para empezar, nunca ha habido sociedades homogéneas. Nunca. Hay gente que parte de una supuesta edad de oro en la que toda la sociedad era de una determinada manera: blancos, católicos, practicantes… Es todo mentira. Eso nunca se ha dado. Ni durante el franquismo la sociedad española era así. Nunca ha existido esa edad de oro. El gran problema del populismo es que opera con una cosa que está muy arraigada en la psique humana, que es el mito de la decadencia. La nostalgia de un tiempo puro. La caída de Adán y Eva. Es la raíz de nuestros mitos fundacionales. "Hay una edad de oro y se ha jodido por equis motivos: los inmigrantes, el capitalismo, el liberalismo, la homosexualidad". No, no, las sociedades siempre han sido mestizas. Si acaso ha habido hijos de puta que intentaron, a la fuerza, encarcelando gente, o matándola, convertirlas en homogéneas. Stalin, Hitler… Pero nunca existió la pureza. La pureza no es humana. En el fondo lo que subyace siempre es el miedo. Lo que hay ahí, rascando, en esos jóvenes que a lo mejor votan a Vox, es un miedo terrible, una inseguridad. Hay una enorme vulnerabilidad. Son chavales que necesitan que alguien les diga: "Tío, no te preocupes, va a ir bien. Todo va a ir bien. Nadie amenaza tu identidad. Vas a poder ligar, vas a poder fundar una familia, nadie te va a denunciar. Tranquilo, no son tus enemigos, ni tus enemigas, ni van a obligar a tus hijos a rezar durante el Ramadán. No va a pasar nada, de verdad, tranquilo". Vivimos con una enorme ansiedad existencial que mueve muchos votos. Trump va a ganar las elecciones, probablemente, por este tipo de pensamientos. El Brexit funcionó por ese tipo de pensamientos. Es un pensamiento muy poderoso, el miedo. Mueve masas. Por eso el liberalismo se inventó contra la naturaleza humana. Se inventó para decirnos que no pasa nada, que podemos mezclarnos, que podemos trabajar, que podemos cooperar. A la izquierda antiliberal lo que le produce mucha ansiedad es la existencia de ricos, por ejemplo, porque cree que todo lo que tienen se lo están robando a los pobres. No. La gente puede cooperar. El comercio fue una alternativa a la guerra desde antes del Peloponeso. Ya se dieron cuenta entonces de que había una forma mejor de convivir. En el fondo todo es un problema de ignorancia, de miedo, de pánico. La gente lo que quiere es sentirse a salvo. Por eso hay una nostalgia del soberano, como dice Arias Maldonado. Pero es que la seguridad absoluta no existe. Chaval, date cuenta, no va a existir. La única que existe es la que tú te labras, y aun así está amenazada. Convive con esa incertidumbre. No te preocupes, intenta convivir con la ansiedad. La literatura se inventó precisamente para eso. Para decir que ese es nuestro hábitat existencial: la puta duda. No la seguridad. La seguridad es el totalitarismo. Si quieres esa clase de seguridad, allí la tienes.

P: Hablando de literatura. Tanto por el escenario, que es Madrid, como por los protagonistas, que son los mismos, no he podido dejar de pensar en Misericordia, de Galdós.

R: Sí, lo releí para este libro.

P: Es una novela, y sin embargo usted ha decidido escribir un reportaje estrictamente periodístico. ¿Alguna razón?

R: Lo vi claro. En algún momento de mi vida supongo que me intentaré atrever con la ficción, aunque mi editor me lo desaconseja y no sé si tendrá razón. Algún día, sólo para llevarle la contraria, lo intentaré. Pero sabía que esto tenía que ser obligatoriamente la narración más concisa posible de las vidas de estas personas y de sus cuidadores. Decidir el estilo, de hecho, me costó mucho. Hubo muchos vaivenes. No sabía si escribirlo en tercera persona o en primera. Al final me decidí por la primera no por una cuestión egocéntrica, sino porque parte de la historia del reportaje también es ir contando cómo va cambiando mi mirada. Yo también soy parte del experimento. Lo interesante era ir dejando constancia de la huella que las entrevistas con las personas que salen en el libro me dejaban. Para escribirlo, además, leí Misericordia; leí a Baroja; leí La España negra, de Solana; leí la Trilogía de Auschwitz, de Primo Levi; leí Hiroshima, de John Hersey; leí toda la literatura del trauma. Toda la literatura testimonial del horror. Me interesaba ese registro porque sabía que me iba a enfrentar a la desgracia en su estado más puro. Quería saber cómo contarlo. Voces de Chernóbil me ayudó mucho. La técnica de Aleksievich es magnetofónica, va cogiendo testimonios y los va cosiendo. Y son tan potentes que no tiene que hacer nada. Probablemente hay más trabajo estilístico del que ella confiesa, pero cuando las historias son potentes los adornos sobran. Para conseguir ese estilo llegué a la conclusión de que tenía que alejarme del artificio literario. Por ejemplo, a mí Misericordia me pareció un poco melodramática. Es Galdós y no somos nadie para criticar a Galdós, evidentemente. Pero es verdad que, llevado de su amor por el pueblo, por esa pulsión que tiene absolutamente popular, maravillosa, Galdós nos presenta unos personajes y unas formas de hablar que hoy nos chocan un poquito. También es verdad que él escribía en una época en la que esos personajes no eran el mainstream. Ahora, siglo y medio después, tenemos Netflix, tenemos toda la novela del siglo XX, estamos más acostumbrados a esa literatura y hay hasta una tendencia por contar estos problemas desde un punto de vista lacrimógeno, sensacionalista, donde el periodista casi coge al lector de sus solapas emocionales y le zarandea. "¡Emociónate, coño!". "¡Mira qué bueno soy!". "A ver si te da tanta pena como a mí". Eso me repugna. Mi preocupación era cómo hacer el libro sin caer en esa clase de dramatismo, por un lado, o en el dandismo del pobre, por el otro. Hay una cosa que es el pobrismo. Umbral caía en eso, a veces. De repente iba a una barriada de Vallecas a contar la vida de un pobre para hacerse el dandy y epatar a los burgueses. Con el dandy del pobrismo, que estetiza la pobreza, y con el activista lacrimógeno, lo que ocurre es que el protagonista no son los personajes, sino el autor. Yo tenía que navegar entre ambas aguas. Intentar, en la medida de lo posible, desaparecer. Una cosa que me ayudó mucho fue fijarme en cómo tratan los trabajadores sociales a los usuarios. Eso me dio la clave. ¿Por qué? porque ellos no les tratan con paternalismo ni con condescendencia. Ellos les tratan como un igual. Les vacilan, les hacen bromas. Saben que la forma de igualarlos es tratarlos efectivamente como compadres. La compasión es un sentimiento ambiguo que te coloca en un plano de superioridad. El que compadece está por encima del compadecido. Le echas el euro y te piras. El trabajo social no es así. El trabajo social es acompañamiento y es que ellos confíen en ti. Es que tú, aunque eres consciente de su profundo daño, les aúpes a tu posición. Mi trabajo era tratar de conseguir trasladar al estilo ese mismo trato. Ni adulándoles ni convirtiéndoles en héroes dickensianos, porque algunos son unos hijos de la gran puta que se hieren, que se agreden, que se roban y que se hacen mil putadas. Había que pegar desde la distancia justa, como en el boxeo.

P: La verdad no necesita adjetivos, como se suele decir.

R: Eso es. En el fondo no ha sido difícil. Había una mina de oro. El sufrimiento es el gran tema del hombre. Hemos inventado la literatura, la política, la economía… todo lo hemos inventado para afrontar el sufrimiento. Todo. La gran verdad de nuestra vida es el sufrimiento. Así que el periodismo tiene que basarse también en eso. Acudamos a las fuentes del sufrimiento a ver qué nos enseñan. Eso es este libro. La labor de un periodista que ha querido expresar lo que estos catedráticos del sufrimiento conocen de sobra pero muchas veces no saben compartir. Con mucho cuidado. Sin convertirlos en monos de feria, ni en souvenirs. Son gente que exige un respeto. Mi gran alivio ha sido que su opinión ha sido muy positiva. La de todos. También la de los trabajadores del Casi. Les ha encantado, así que ya me dan igual las reseñas.

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