
Pese al prestigio que tiene –¿o quizá tenía?– el término intelectual, lo cierto es que lo que la mayoría de la gente considera un intelectual suele tener grandes cualidades en determinados ámbitos, pero muy poca cabeza, si me permiten la expresión, para la política.
No les voy a poner ejemplos, pero los hay a miles en la literatura y no digamos en otros ámbitos en los que el roce con eso a lo que podemos llamar intelectualidad es todavía más tangencial: la música, el cine, el arte… Está claro que la capacidad para emocionarnos, o para contar una historia, no van necesariamente de la mano de una comprensión cabal de las complejidades del mundo, de importancia de las libertades y de cómo funciona la economía.

Mario Vargas Llosa era una excepción a esto: no sólo ha sido uno de los mejores escritores en lengua española de los últimos sesenta años, sino que fue uno de los que entendió realmente el funcionamiento del mundo, la importancia de la libertad y la perversidad de ideologías como el comunismo y el nacionalismo, contra las que luchó durante la mayor parte de su vida, después de haber sido comunista, por cierto, como les pasó a tantos jóvenes que acabaron transitando desde el totalitarismo de izquierdas al liberalismo.
Conocí a Vargas Llosa como escritor gracias a uno de sus libros menores –tan mayores para el 99,9% del resto de los escritores, por cierto– El Hablador, una novela corta escrita con un virtuosismo deslumbrante que me enganchó a la lectura en mis años universitarios, aprovechando el mucho tiempo libre que me dejaba estudiar –es un decir– periodismo.
Eso es lo primero que tengo que agradecerle a Mario Vargas Llosa, pero no lo único: en aquellos primeros 90 leí otro libro suyo: esas memorias políticas tituladas El pez en el agua en las que contó su carrera presidencial y, sobre todo, las ideas que la animaban: un programa liberal explicado de forma sencilla y apasionante.
Aquel joven confuso que era yo por entonces leyó ese libro como una iluminación, como un enorme golpe de flash que lo iluminaba todo dejándolo meridianamente claro: "Esto es", me dije, así es como pienso yo también. Unas ideas que otros han explicado, seguro, de una forma más completa, que hay quién ha explorado hasta límites mucho más allá, pero que don Mario me hizo entender a mí, nos hizo entender a millones, de una forma accesible y sencilla, extremadamente comprensible pero no sin rigor.

Y unas ideas que él defendió como pocos, con toda una vida de compromiso, con una coherencia impecable y sin miedo a los riesgos y las derrotas que en este mundo, y más en España y más en Iberoamérica, suele traerte estar del lado de la libertad.
Hace muchos años pude agradecérselo personalmente en una Feria del Libro en la que acudí emocionado a que me firmase un ejemplar, creo, de La casa verde. Don Mario me escuchó atento y, pese a los miles de veces que habría pasado por una situación así, me dio él las gracias con lo que para mí fue una sinceridad y una candidez absolutas. Yo volví a casa sabiendo que había conocido a un hombre excepcional, que recordaría aquel momento toda mi vida y que siempre estaría en deuda con aquel escritor de voz suave y que hablaba y escribía el mejor español que podía escuchar y leer y, encima, decía esas cosas tan llenas de verdad y tan valientes.
A mil kilómetros de su inmensa estatura, qué orgullo haber estado a su lado, qué orgullo que usted me pusiese de su lado, don Mario.
