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La rosa del azafrán: un cachito de España

Pocos defectos se le pueden encontrar a la reposición de La rosa del azafrán, zarzuela manchega por excelencia.

Pocos defectos se le pueden encontrar a la reposición de La rosa del azafrán, zarzuela manchega por excelencia.
La rosa del azafrán | Teatro de la Zarzuela

Dice el amigo de la casa José Luis Garci que siente nostalgia de tiempos que no ha conocido. Es parecido a lo que uno puede experimentar disfrutando de una joya como La rosa del azafrán, una de las más conocidas del género zarzuelero, sin que esto suponga gran cosa para el gran público –al menos el del nacido en democracia–. Una obra divertida, emocionante, con música absolutamente agraciada, que hace 90 años arrasó en todo el país y hoy queda circunscrita a un puñadito de representaciones. Quién pudiera recuperar –solo en el plano artístico– esta época.

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Reflexiones aparte, es este un título del toledano Jacinto Guerrero –de quien ya glosamos aquí Los gavilanes– que pretendió recoger la esencia de su niñez, la de los campos manchegos, los labradores y un tímido conflicto de clases que aquí se inspira en El perro del hortelano. La obra está repleta de melodías conocidas –Almodóvar usó sus Espigadoras en Volver– y situaciones cómicas, así que esta reposición es un acierto seguro para el Teatro de la Zarzuela.

No obstante, en un loable y exitoso intento de ir más allá, el montaje dirigido por José María Moreno (orquesta) e Ignacio García (escena) condensa, estiliza y dignifica la historia, con un escrupuloso vestuario de Rosa García Andújar que huye de alpargatas y disfraces y representa fielmente los atavíos de los segadores y espigadoras de finales del siglo XIX. Con interesantes juegos de luces y una escenografía suficiente, destaca la incorporación de una cantaora, Elena Aranoa, impecable en cada intervención, y que aporta cierta espiritualidad y poesía al conjunto. No termina de integrarse en la propuesta pero es una reinvención más elegante y apropiada que otras que solemos ver últimamente.

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Eficazmente dirigidos se encuentran todos sus intérpretes: se trata de un reparto ajustadísimo, con grandes voces y estupendas interpretaciones. A la cabeza, Juan Jesús Rodríguez como el jornalero enamorado de su ama; el barítono consigue emocionar con un tema, aunque bello, tan poco dado a los suspiros como es la siembra. Muy bien secundado por Yolanda Auyanet, con excelente fraseo y contenida emoción. Es de agradecer que el encorsetado género lírico se vea a dos enamorados que realmente lo parecen.

Como también valora el respetable que, frente a las interpretaciones con ese tono típica teatral, de declamación impostada que siguen abundando en el género, contemos con la naturalidad de dos monstruos escénicos como Vicky Peña, auténtica como siempre, y Ángel Ruiz, confirmado ya como uno de los mejores tenores cómicos que se ha visto recientemente en este escenario. Mario Gas, en un papel no cantado, conmueve con su quijotesco personaje. Y muy hilarante también, a pesar de la alargada sombra de Rafael Castejón, encontramos a Juan Carlos Talavera en el papel de Carracuca (su número del viudo buscando nueva esposa es de lo más divertido que se ha escrito en zarzuela).

Algún cabo suelto –hay números como el Pasodoble de las escaleras que no culminan por todo lo alto– y las inevitables caducidades del libreto –la violencia doméstica como registro cómico– no empañan una producción magnífica, que tristemente pasará como un suspiro por las carteleras madrileñas. Nuestro país es capaz de grandes cosas y viene bien recordarlo de vez en cuando.

Titulo: La rosa del azafrán

Dirección musical: José María Moreno

Dirección escénica: Ignacio García

Dónde: Teatro de la Zarzuela (Jovellanos, 4, Madrid).

Hasta el 11 de febrero

En Cultura

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