
Parece que a nuestras folclóricas les van más los toreros —verbigracia, las dos últimas grandes tonadilleras, Rocío Jurado e Isabel Pantoja—, pero tampoco les han hecho ascos tradicionalmente a los futbolistas, sobre todo si estos son guapos y famosos. Y para folclórica de tronío, de rompe y rasga, ninguna como Lola Flores, La Faraona. Se le conocieron —que se sepa— dos tórridos amoríos con peloteros made in Spain: primero el defensa central del Barça Gustau Biosca y más tarde Gerardo Coque, delantero vallisoletano del Atlético de Madrid.
La relación con Biosca (apodado por sus compañeros como El Gitano, porque le tiraba mucho la marcha flamenca) fue breve y no acabó con la carrera del futbolista, que se retiró a tiempo de sus devaneos, aunque sin embargo tuvo la mala fortuna de meter una aciaga tarde de 1957 el pie en un traicionero hoyo emboscado entre el césped del viejo Atocha, y allí sí que prácticamente se terminaría su idilio con el balón. Lo de Coque, en cambio, fue más dilatado y tumultuoso.
El crack de Zorrilla
Gerardo Coque Benavente nació en Valladolid el 9 de marzo de 1928. Con 18 primaveras ya se estrenó con el cuadro blanquivioleta, que por entonces se movía por los andurriales de la Tercera División. Era un joven bien parecido, alto y fuerte —1,79 metros de estatura y 73 kilos de peso—, que actuaba como interior derecho —demarcación que muy pronto luciría el número 8 a la espalda, pues por esas fechas es cuando se van a introducir los dorsales en nuestro fútbol—. Los interiores de entonces no eran centrocampistas, como ahora, sino auténticos delanteros, no tan en punta como el ariete, enlazando líneas, pero con mucha llegada y vocación ofensiva, o sea, que marcaban bastantes goles. Aparte de buen rematador, Coque poseía una excelente técnica, y avanzaba con la cabeza alta, oteando el horizonte y sorteando contrarios.

Los de Pucela van a plantarse en Primera tras dos ascensos consecutivos, en 1948, llegando dos años más tarde a la mismísima final de Copa. Su rival es nada menos que el Athletic de Bilbao, entonces el rey del torneo del KO. El partido se disputa en el entonces flamante Chamartín —posteriormente Santiago Bernabéu— y el tiempo reglamentario concluye con empate a uno, conseguidos por el mítico Zarra y el propio Coque, pero en la prórroga los Leones se desmelenan y vencen por 4-1, con un hat-trick del gran Telmo.

Pero las brillantes actuaciones del joven Gerardo le llevan incluso a la selección española, siendo el primer jugador del Valladolid que viste sus colores. Actuará en un encuentro con el combinado nacional B, y en otro con el Absoluto, el 1 de junio de 1952, en el mismo Chamartín, con victoria sobre la República de Irlanda por 6-0. Precisamente Coque es quien abre el marcador y los otros cinco goles son obra de Panizo, Basora (2), César y Gainza. Este fue el equipo aquella tarde, dirigido por Ricardo Zamora: Ramallets; JM Martín, Biosca, Seguer; Miguel Muñoz, Puchades; Basora, Coque, César, Panizo y Gainza.

En el Atleti
Era sólo cuestión de tiempo el que alguno de los grandes de España le echase el lazo a semejante perla. Y ése fue el Atlético de Madrid, que le pagó al Valladolid un millón de pesetas de los de 1953, todo un récord para una época en la acababan de guardarse en un cajón las cartillas de racionamiento. La intención de los rectores del club colchonero era que viniese a sustituir a su estrella marroquí, Larbi Ben Barek, que ya estaba el hombre bastante mayor. Coque, que se casaría poco después, no aterriza sin embargo en el Metropolitano en el mejor momento, pues el Atleti despacha una floja temporada 53-54, pero en ella es titular y sigue viendo puerta, aunque menos que en Zorrilla. Sin embargo, las cosas no tardarán en torcerse.
Viniendo de un ambiente pacato y provinciano, muy de cerrado y sacristía —de Calle Mayor, vamos—, Coque va a quedar hechizado por la noche, en aquel Madrid de locales míticos como Pasapoga o Chicote, esmaltado de tablaos flamencos y ventas de extrarradio, donde se solazan el estraperlismo autóctono y un incipiente turismo. Y por allí ya refulge la simpar Lola Flores, en todo el esplendor de su poderío faraónico. De modo que el balón va quedando en un segundo plano ante las temperamentales curvas de la folclórica y aquellos embrujadores ojazos de la morería. Baja en picado el rendimiento deportivo del joven vallisoletano, falta a entrenamientos, finge lesiones indemostrables, le abren un expediente y un día —si tú me dices ven, lo dejo todo—, efectivamente el futbolista lo abandona todo —esposa, vestuario, carrera y hasta la reputación…— para seguir a la artista.

Dando tumbos
Interminables giras por México y Sudamérica de la Lola de España, y el amigo Gerardo contratado en su compañía: unos dicen que en calidad de productor del espectáculo mientras que otros aseguran que ¡como bailaor! y, al parecer con el mismo sueldo que le pagaba el Atleti, club al que cuentan que la propia Lola trató de compensar económicamente por la espantá del futbolista después de que Coque fuera denunciado por incumplimiento de su compromiso profesional.
Y así transcurren un par de años, pero como todo tiene su fin —que cantaban Los Módulos en el 70—, un día llegó también el inevitable final del romance, y Coque retornó a la Madre Patria con el rabo entre las piernas —mientras que poco después la propia Lola contraía matrimonio con el guitarrista Antonio González, conocido en la profesión como El Pescaílla—; eso sí, que le quitasen lo bailao.

Trata entonces Coque de rehacer su vida, se reintegra al seno familiar —su mujer, una santa, le perdona la aventura americana y él desempolva de nuevo las botas de tacos—. Al Atleti, por descontado, no puede volver, de modo que desciende un peldaño, sin cambiar de colores, y se enrola en el Granada, a la vera del Albaicín y el Sacromonte. Estamos en 1957, y apenas aparece por el césped con los de Los Cármenes, tan sólo un triste partido de Liga.
Vuelta a los orígenes
Luego regresa a sus orígenes y se alista nuevamente en un Real Valladolid que pena sus pecados —en su caso deportivos— en Segunda. Juega algo más, pero igualmente de forma testimonial. Le va mejor en la temporada 59-60, también en la categoría de plata del fútbol español, y ahora defendiendo al Racing de Santander. En los viejos Campos de Sport de El Sardinero se sentirá futbolista nuevamente —18 partidos y 10 goles—, y además vuelve con los cántabros a Primera.
Pero ya tiene 32 añitos, edad entonces de vieja gloria (y más tras su paréntesis farandulero…) y, después de otra campaña en la élite, con escasa participación, entona su canto del cisne con la Cultural Leonesa en el curso 61-62, y con 34 abriles hace mutis por el foro. Atrás quedaba una carrera deportiva que pudo ser fastuosa, y naufragó a medio camino, en alas de un amour fou. Su epílogo fue un breve paso por el banquillo del filial blanquivioleta, el Europa Delicias, y luego entrenaría fugazmente al primer equipo de Zorrilla, al filo del 1970. Se fue traspasado al campeonato del Más Allá en 2006 y quienes lo vieron jugar —que ya van quedando también pocos— lamentan que arruinase una trayectoria tan brillante. Pero es que La Faraona era mucha Faraona…
