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Crónicas murcianas

La educación en casa evita diputadas "lópeces i chamosas"

Antes la educación privada en casa era sinónimo de exquisitez. La mejor educación que se podía recibir. Eso era cuando existían las casas como trasmisoras de cultura, y no como reunión de vegetales en torno a un televisor. La educación perfecta, en tiempos, si se podía pagar, fue la de un niño sometido en casa a la dura disciplina primero de institutrices y luego de tutores, y finalmente financiado por unos "adelantos de herencia" (qué deliciosa figura, en la que tu banquero, porque antes la gente tenía "su banquero" como quien tiene sastre, te daba un crédito en espera de las expectativas de tu herencia: vaya usted al banco ahora con esta pretensión, vaya) para viajar al extranjero dos años, a aprender de los clásicos y de las señoritas en Francia y sobre todo en Italia, si es que no algo aún más refinado, hacer la "tournée des grands ducs" con dinero tomado prestado al ya te veré.

Volvías hecho un caballerito, tras haberte empapado de la cultura grecorromana, los moralistas franceses y los misterios de las abejitas y las flores en los puticlubs y no tan puticlubs de la época. Así se formaban personas hechas y de derechas, no, como ocurre ahora, entes indecibles y abotargados -moral y físicamente abotargados- como la instantáneamente célebre diputada socialista Isabel López i Chamosa. Los formados volvían al hogar a punto para poder hacerse cargo de la continuidad del prestigio familiar durante una generación más. O no volvían ya nunca porque le habían cogido gusto a la vida ociosa e iban puliéndose por ahí, hasta el fin de los tiempos, la buena fe de "su banquero". Pero, en cualquier caso, habían recibido rigurosamente todas las armas necesarias para comprender el mundo. Eso se acabó con la voracidad de los Estados, que no podían tolerar no inmiscuirse dentro de las casas porque de ello podrían resultar librepensadores, quién sabe si peligrosos conspiradores. La colectivización ha terminado con todo.

Los jueces españoles han denegado la posibilidad de educarse en casa. Hablan de que el jovencito no puede educarse en casa porque debe socializarse con los demás, pero para eso tendría que haberse mantenido en España el servicio militar obligatorio, que era la mejor socialización posible. El mejor amigo de la educación de los niños siempre ha sido una buena vara, no la compañía de otros niños. Para hacer amistades siempre había tiempo. Y luego, eso sí, una vez que el infante llegase, con una exigencia que hoy nos parecería fascista, a leer y redactar el latín y el griego correctamente, el premio fin de adolescencia era pulirse la condescendencia monetaria que había por entonces en aquella enriquecedora vida crapulilla. Ah, qué nostalgia de lo no vivido.


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Sería el año 76. Era un sábado mortecino de enero, ya con mi vuelta al cole en puertas tras las vacaciones de Navidad, y en la sesión de noche ponían "El guateque" de Blake Edwards, quien se acaba de morir. Por alguna razón que se me escapa tengo una memoria que selecciona absurdamente los lugares exactos donde he visto cada película de mi vida. Han sido algunas. Todas las salas de cine, la mayoría ya desaparecidas. Todas las casas, las habitaciones. Casi también la postura: sé que vi "El guateque" tirado en el suelo sobre las baldosas calientes, como solía cuando tenía las articulaciones nuevas. Me pareció una oxigenante gamberrada, "El guateque". La película que hubiese hecho un niño de tener los medios técnicos para ello y de haber convencido a los productores de Hollywood para que se los prestasen. Por supuesto, hubiese pasado a ser mi película de todos los tiempos de no ser porque ese mismo año del 76 estrenaron "Tiburón" en una sospechosa sesión matinal de domingo (¿habían visto los censores franquistas, aún ejercientes, el inicio de la película?). Lo que significó "Tiburón" para toda una generación de niños bañistas aún no está suficientemente mensurado. "El guateque" fue siempre la fiesta perfecta en la que hubiese deseado participar un niño -la destrucción propia de la infancia la creaba un ya crecidito Peter Sellers- hasta que, ya un poco menos niños, la fiesta perfecta en la que hubiésemos deseado participar pasó a ser, en fin, qué les voy a decir a ustedes que no sepan, la mucho menos candorosa de "Eyes wide Shut", de Kubrick.

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"Día 16. Domingo. Emprendemos el viaje a Murcia, a primeras horas de la mañana. Me produce una gran ilusión, porque sólo he estado en Murcia una vez, vagamente, yendo de Algeciras a Valencia por el litoral. Pasamos por La Roda, seguimos hasta Albacete la carretera del interior (Albacete es una considerable ciudad de provincias) y, en seguida, en dirección sur, tomamos la carretera de Murcia, por Hellín y Cieza. Antes de llegar a Albacete cruzamos el canal del trasvase del Tajo al Segura, que es el río de Murcia. Las primeras casas altas de la capital, que contrastan con las uniformemente bajas y chatas de los pueblos castellanos. En estos pueblos hay una sola vertical: el campanario de la Iglesia. El paisaje cambia enseguida. Dejamos atrás las tierras bajas, llanas como la palma de la mano, los horizontes dilatados de La Manchuela, y aparece una orografía. Las viñas, los campos de trigo, de avena, de cebada, las encinas y carrascas, los almendros, tan verdes, algunos pinos oscuros, son sustituidos por una geografía mucho más fértil. Aparecen, frente al parabrisas, una serie de sierras paralelas que se van ganando a través de collados perforados en la roca. Encima de estas sierras se ha proyectado una repoblación forestal bastante espesa. Entre una y otra pasa un lecho de tierra extremadamente productiva: grandes cantidades de árboles frutales y huertos magníficos, y así uno se encuentra con el campesino de secano y con el hortelano que riega. La proyección -en plena marcha- de las aguas del Tajo sobre las tierras de Murcia va creando un paraíso terrenal alimentario de suma importancia: las hortalizas: patatas, alcachofas, tomates, pimientos, habas, guisantes, etc., y la fruta: las peras, las ciruelas, las cerezas, las olivas -los olivos admirablemente podados-, toda clase de frutas extremadamente tempraneras crean un paisaje de maravilla". "Notas del Crepúsculo" (hacia la segunda mitad de los años setenta) de Josep Pla, un catalán reaccionario que no creía en la política hidrológica sostenible.

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