
Los Presupuestos Generales del Estado son el principal instrumento de política económica, pero solo existe cuando se ejecuta. Esa es la prueba del algodón de cualquier gobierno, convertir un crédito en obligaciones reconocidas y pagos. A junio de 2025, los datos de la Intervención General de la Administración del Estado muestran, de manera preocupante, que los ministerios llamados a transformar la economía son los que peor gestionan su presupuesto, mientras la arquitectura de modificaciones de crédito crece hasta convertir el presupuesto en un documento maleable por los caprichos de Sánchez y absolutamente opaco. El resultado es una brecha que en nada contribuye a mejorar la productividad, la confianza o impulsar la inversión.

Donde importa, no se ejecuta, los ministerios con mayor capacidad tractora presentan unos datos de ejecución pírricos. Industria y Turismo (4,5%), Vivienda y Agenda Urbana (5,3%) y Transformación Digital y Función Pública (7,1%). No debería sorprendernos, cuando el Estado expande su intervencionismo y sólo se dedica a la propaganda, pero no invierte en capacidad de gestión, el cuello de botella aparece donde más daño hace: en la inversión pública que debía impulsar productividad, vivienda y digitalización.
Estas cifras no son un mero trámite contable. Marcan la decadencia de la política económica. Si a mitad de año no hay avances en la ejecución, el segundo semestre se convierte en una carrera contrarreloj que suele desembocar en convocatorias tardías, cambios de bases, resoluciones concentradas en diciembre y pagos que se arrastran al ejercicio siguiente. Traducido para el lector: los proyectos que debían traccionar inversión privada se quedan en el cajón o pierden su ventana temporal óptima.

El caso de Industria condensa el problema. Es un patrón recurrente: 5,6% (2019), 6,2% (2020), 3,2% (2021), 11,4% (2022), 16,3% (2023), 8,2% (2024) y 4,5% en 2025. La media del periodo ronda el 7,9%. No hablamos de un bache puntual, sino de un hábito de gestión.

Comparando el presupuesto vs. ejecutado (en miles de euros) se observa la dimensión del problema. El presupuesto de 2025 se dispara hasta 14.871.599.000 euros, en parte por remanentes de ejercicios anteriores, pero a junio apenas se han ejecutado 670 millones. Es imposible que exista una mínima credibilidad, desde proyectos industriales a programas de modernización de pymes. Cuando el sector privado observa que el Estado no convierte los créditos en pagos, descuenta retrasos y eleva su prima de riesgo administrativa.
Y está el saldo histórico.

Los fondos sin ejecutar en el Ministerio de Industria entre 2019 y 2024 alcanzan la friolera de 18.295 millones de euros. Para la economía real, eso es capital inmovilizado que debía haberse transformado en maquinaria, procesos, empleo cualificado e innovación. Es la diferencia entre que una convocatoria cierre y pague a tiempo o que la empresa renuncie, o llegue tarde y más cara.

Comparando las modificaciones presupuestarias a junio, salvando la anomalía de 2020 explicada por la pandemia, muestra como las prórrogas presupuestarias han creado una nueva patología: con presupuestos prorrogados, el Gobierno se apoya en incorporaciones, transferencias y suplementos para reconstruir el marco de gasto sobre la marcha de forma opaca y sin control.
¿Son ilegales? No. ¿Qué denotan en estos volúmenes? Planificación errática y discrecionalidad creciente. Un presupuesto es un contrato con reglas que asigna recursos con un propósito y bajo un procedimiento. Cuando el volumen y el peso político de las modificaciones crece, el contrato se vuelve opaco y volátil. El Parlamento controla menos; el personal de la Administración Pública, responsable en el ejercicio de sus funciones, ralentizan procesos para cumplir preceptos legales, y las empresas, ante la incertidumbre posponen decisiones de inversión.
No es sólo un problema contable, es institucional. El presupuesto deja de ser un ancla para convertirse en plastilina. Y sin ancla no hay expectativas estables, base indispensable para invertir.
En definitiva, Sánchez promete mucho y gestiona poco. Predominan los programas con bases complejas, exigencias administrativas redundantes y filtros que premian la retórica sobre la madurez técnica. Las unidades de gestión abusan de "diseñadores de políticas" mientras escasean los project managers. El Estado invade cada vez más espacios, con ministerios y programas sin poda de competencias ni clarificación de responsabilidades. En este país todos realizan anuncios, pero pocos ejecutan.
Esto se traduce en tres costes estructurales de difícil resolución con este Gobierno:
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Productividad. Sin ejecución, los proyectos con mayor TIR social (digitalización de pymes, descarbonización industrial, viviendas y rehabilitación) no alcanzan masa crítica. Se rompe el crowding-in y la inversión privada que debía acompañar no llega.
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Tiempo y dinero. La ejecución tardía encarece proyectos por inflación de costes y por la pérdida de economías de aprendizaje. Un año perdido en una cadena de valor tecnológica equivale a varios en competitividad.
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Reputación del Estado. Un Estado que no cumple calendarios degrada su credibilidad como contraparte. La próxima licitación atraerá menos competencia o pedirá mayores márgenes. El coste lo pagan los contribuyentes.
España no necesita más gasto público, sino mejor gobierno: reglas, transparencia e incentivos. Propongo diez medidas operativas:
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Objetivos trimestrales vinculantes por sección y programa: Con % de crédito comprometido, obligaciones y pagos, con publicación mensual y responsable nominal.
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Calendario de convocatorias en el primer trimestre del año, con reprogramación automática bajo prórroga y cláusulas de continuidad para no bloquear proyectos maduros.
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Documentación pública y estandarizadas de cada modificación presupuestaria (origen, destino, justificación, plazo de impacto). Envío trimestral al Parlamento.
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Oficinas de proyectos con perfiles en contratación, subvenciones y seguimiento, y autoridad para desbloquear cuellos de botella.
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Ventanillas de proyectos para ayudas horizontales y criterios de madurez que prioricen proyectos "listos para arrancar" frente a memorias retóricas.
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Cláusula de ejecución temprana: prioridad a proyectos con impacto en el primer semestre del año; en el segundo, reasignación automática desde programas crónicamente subejecutados a los que sí ejecutan.
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Regla de "gasto base cero" al inicio de legislatura: justificar desde cero cada euro, evitando inercias y programas zombis.
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Menos órganos, más competencia. Fusión de unidades solapadas, plantillas más pequeñas y mejor pagadas en funciones críticas de ejecución.
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Medición de tiempos de todo el ciclo (convocatoria, resolución, pago) y bonos de cumplimiento para equipos que entreguen a tiempo y en presupuesto.
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Transparencia radical. Información pública con el estado de cada línea de ayuda y cada contrato relevante.
España tiene un problema de baja ejecución en las palancas de productividad (Industria 4,5%; Vivienda 5,3%; Transformación Digital 7,1%), histórico débil en Industria (media 7,9% en los junios) y abuso creciente de modificaciones presupuestarias en un entorno de prórrogas. No es una anécdota, es un patrón.
La salida no es gastar más ni multiplicar los anuncios, es reducir el perímetro del Estado, profesionalizar la ejecución y gobernar cumpliendo las reglas. Hacer menos y hacerlo mejor. Devolver al presupuesto su función: convertir la política pública en realidades para que la economía crezca, la inversión privada acompañe y los ciudadanos reciban servicios de calidad. Lo demás, sin ejecución, es propaganda.
