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En la redacción pregunté, a propósito del cese de Fernando Zambrano, qué número de entrenador finiquitado haría el sevillano desde que Jesús Gil preside el Atlético de Madrid. Recuerdo que durante los cinco primeros años se conservaban los archivos, pero que luego pasaron a dormir el sueño de los justos (junto a las cintas del NO-DO). No nos pusimos de acuerdo hasta que alguien exclamó: "¡Será el cuarenta y tantos!"... "Será", dije yo sin demasiado convencimiento. Problema solucionado: el cuarenta y tantos no es mal número, que va, todo lo contrario.

Desde finales de los ochenta el Atlético ha tenido entrenadores de todos los colores, altos y bajos, alegres y duermevelas, algún rústico y un par de vagos redomados, un "bon vivant" y otro que se acostaba cuando Gil se despertaba, pero ninguno ha sabido remontar el vuelo de un club que va en picado... ¿Habrá que recurrir a la caja negra para saber lo que pasa? He visto a Gil enfurecido, entablando una guerra perdida de antemano con el estamento arbitral, buscándole las cosquillas a la Federación, y luego he visto a Gil callando, otorgando y delegando en su hijo Miguel Ángel, mordiéndose la lengua. Sólo un hombre, Radomir Antic (que sería el "treinta y tantos" por aquel entonces), supo ejercer el efecto tonificante que necesitaba el club. Ganó Liga y Copa en un año único, irrepetible, y más tarde volvió a armarse la "marimorena".

Hoy el único activo del Atlético de Madrid sigue siendo su afición. Ser rojiblanco se ha convertido en una suerte de religión, y estoy seguro de que el mapa del genoma humano nos dirá algún día por qué siguen yendo cuarenta mil al estadio Vicente Calderón. Recuerdo aquella serie televisiva, "Kung-Fú", en la que el protagonista (creo que era David Carradine) repetía machaconamente: "No existe el dolor". Existe, pequeño saltamontes, vaya que si existe: vete al Manzanares y compruébalo por ti mismo. Y de paso sácate un abono.

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