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Lucrecio

Reparto de poderes

La hipótesis de Montesquieu es muy sencilla: con esa sobriedad conceptual que es atributo de la obra maestra. Cito L’esprit des lois, libro XI, brevísimo capítulo IV: “Para que no sea posible abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste del poder”.

Todo se juega en el inciso “por la disposición de las cosas”. No por buena o mala voluntad alguna. Delegada la regla de juego en un árbitro al cual se suponga benévolo, no quedará ya espacio alguno para la autodefensa ciudadana. Quienes, en los momentos más negros del felipismo, invocaban la conveniencia de una colaboración entre los poderes del Estado (aquella terrible bronca de Felipe González al presidente de la Audiencia Nacional, accidentalmente grabada por un periodista durante un homenaje fúnebre a Tomás y Valiente), olvidan –o, lo más seguro, transgreden deliberadamente– lo esencial de la línea que separa un régimen constitucional de uno de Ancien Régime.

El constitucionalismo democrático nada tiene que hacer con el consenso, ni con la colaboración, ni con la confianza: son éstas categorías centrales de las monarquías absolutas, que el vértice teocrático del rey armoniza. El modelo abierto por Montesquieu, y tipificado por el Abad de Sieyès en 1789, reposa sobre el principio contrario. Descrito el proceder histórico como entrecruzamiento de vectores de fuerza que en el Estado libran su más alta batalla, la Constitución tiene una función sólo: fijar la regla de juego que, acotando las fronteras de la salutífera desconfianza ciudadana hacia las máquinas de poder, impida –o, al menos, trabe– la automática búsqueda del absoluto por parte de cada poder constituido. De la colaboración entre poderes sólo puede emerger la dictadura. Es lo que Carl Schmitt teorizará con talento –terrorífico, pero talento– en la figura del Führer Nacional-Socialista.

El PSOE destruyó la Constitución española, al fijar, en 1985, un nombramiento directo de los miembros del Consejo General del Poder Judicial por parte del Parlamento, en violación flagrante de la literalidad constitucional. El resultado está a la vista: GAL, Filesa, Polanco, Bacigalupo... Lo mínimo que los electores del PP podían esperar de un Gobierno con mayoría absoluta era el restablecimiento de la Constitución. Aznar ha preferido repartirse el botín del Poder Judicial, en alícuotas dosis, con el PSOE. Nada nuevo. Ganan los partidos políticos. Como siempre. Impunes. Pierde, como siempre, el ciudadano. Impotente. Tal vez, un día acabe de verdad por cabrearse.

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